Hay libros que no pierden jamás su actualidad, y aunque hayan pasado casi ochenta años desde el día que se escribieron, parecen haberse escrito esta misma mañana. Uno de esos libros es El mundo de ayer de Stefan Zweig. En uno de sus capítulos, Zweig -que era judío y pacifista- va a visitar a su editor alemán. Es el invierno de 1933 y Hitler acaba de llegar al poder. Pocos días antes ha ardido el Reichstag y se han suspendido todos los derechos constitucionales. De hecho, Alemania ya es una dictadura en la que la ley ha dejado de tener cualquier valor. Zweig, que ya había visto los desastres del patriotismo histérico que se desató al comienzo de la Primera Guerra Mundial, sabe muy bien lo que eso significa: el fin de la libertad, el fin de toda posibilidad de mantener una conciencia libre. Abatido, le comenta a su editor que está seguro de que sus libros no tardarán en ser prohibidos. Su editor, un hombre inteligente que ha hecho muy buenos negocios, se sorprende al oír aquello. «¿Quién habría de prohibir sus libros?, -le pregunta extrañado a Zweig-. Usted no ha escrito ni una sola palabra contra Alemania ni se ha metido en política.»

El editor, como tantos otros alemanes de su época, se ha dejado cegar por las mentiras y las buenas palabras que los nazis han difundido para hacerse con el poder. Porque la triste verdad es que todo el mundo en Alemania se engaña sobre las verdaderas intenciones de Hitler. «No será para tanto -piensa la gente al oír sus discursos-. Sólo exagera para negociar mejor. En el fondo no es más que un bocazas». Y además, todo el mundo cree que podrá sacar tajada de las decisiones políticas de ese hombre. Y así, los burgueses se alegran de que ese bocazas haya llegado al poder porque les parará los pies a los obreros. Los obreros, porque les parará los pies a los empresarios y a las sanguijuelas judías. Los aristócratas y los conservadores, porque les parará los pies a los comunistas. Y los socialdemócratas, que han recibido las palizas de las escuadras de asalto nazis y tienen motivos sobrados para temerlas, también se alegran porque al fin y al cabo ese bocazas les parará los pies a los comunistas, que son tan enemigos suyos como los nazis.

Y así, de un modo u otro, todo el mundo se ha dejado engañar por Hitler. Y esto ha sucedido porque las falsas ilusiones de la gente -ese deseo interesado de que las cosas sean como ellos quieren que sean y no como son en realidad- ha borrado por completo los contornos de las cosas. La gente ya no ve lo que tiene delante de sus narices, sino lo que quiere ver o lo que desearía estar viendo en ese momento. Si Hitler grita y amenaza y suspende todas las garantías constitucionales, sólo es una bravuconada que no tendrá consecuencias graves. Pase lo que pase, dentro de poco todo volverá a la normalidad. Pero Zweig, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, no se hace ilusiones ni se deja engañar. Sabe que la histeria nacionalista es el peor enemigo de Europa. Sabe que llegado un momento esa histeria se vuelve imparable. Sabe que transforma a los hombres como si fuera un virus, y que de la noche a la mañana los anarquistas y los pacifistas y los socialistas se convierten en patrioteros exaltados que hacen ondear su bandera. Y sabe que esos hombres, que ayer eran sus aliados, se convierten en un santiamén en sus enemigos que le acusan de ser un traidor vendido a intereses extranjeros. Y por último, Zweig sabe que es judío y que Hitler ha prometido acabar con los judíos. Como es natural, todo ocurre como Zweig había previsto: al cabo de unos pocos meses de aquella conversación con su editor alemán, sus libros son prohibidos en la Alemania nazi. Y junto con ellos, todos los libros que contienen la más mínima crítica al nazismo o que se consideran degenerados o dañinos para la juventud alemana.

Nos guste o no, lo que cuenta Zweig sobre esos años es lo que ha sucedido con el Procés catalán. Muchos lo han apoyado cínicamente porque creían que así debilitaban a sus adversarios ideológicos. Otros porque les permitía aspirar a destruir el sistema constitucional que consideraban caduco e injusto. Otros porque quedaba cool defender las urnas y el derecho a decidir. Otros, porque abrazar la independencia les hacía parecer más jóvenes y más rebeldes, como si el apoyo al Procés fuera una especie de gerovital ideológico como el que la doctora Asland suministraba -a precio de oro- a los carcamales que iban a Rumanía a «rejuvenecerse las células». Y otros, en fin, porque no tenían las ideas muy claras y se dejaban llevar por la actitud que les parecía más enrollada y más indie. Y aquí, por supuesto, incluyo a docenas de actores, escritores, directores de cine, músicos, intelectuales y sabelotodos que no han dicho ni mu o se han limitado a decir una tontería detrás de otra. Y que ahora -¡ahora!- se sorprenden. Y balbucean atónitos: «Pero ¿esto qué es?»

Pues esto es justo lo que ellos mismos se negaron a ver. Lo que se empeñaron en no ver. Lo que les daba vergüenza ver porque podría hacerlos pasar por feos y anticuados y viejos. Pues ahí lo tienen, delante de todos, bien vivito y coleando el animalito. Y a ver qué hacemos ahora con él.