Entre tantas y tan suntuarias escalas de vulgaridad y de lenguaje trabado, la muerte de un poeta, narrada en frío en los periódicos, suena poco menos que a nada. Un hecho, qué duda cabe, para todos luctuoso. Y más en este país, tan afectado y necrófilo, pero que en el fondo no significa más que un apéndice de material escolar resuelto con demora; algo que va directamente a decorar la mugre de las enciclopedias, cuando no al olvido, y que sólo sirve para que los lectores y los cursis, que a veces formamos parte de la misma división asustadiza, echemos una calada o un brindis en formato tributo y tipo réquiem. No por el finado, al que, en la mayoría de los casos, no tenemos el placer de conocer, sino por nosotros, por lo que muere y no, las horas de lectura, de exploración guiada, de entendimiento. La semana pasada, mientras España se desmembraba por enésima vez en esta década, murió John Ashbery. Un poeta, probablemente el más grande de su generación y de este tiempo, que ya no es, no lo era desde hace mucho, el suyo y tampoco el de la poesía y el de los poetas. Algún día tendremos que reflexionar. Pensar en quién y cómo falló primero. Responsabilizar a la falta de formación, a la zafiedad y a la prisa de esta época, sería, sin duda, demasiado fácil. Cuando un poeta con una obra tan descomunal como la de Ashbery muere y pocos, ni siquiera muchas generaciones de lectores competentes, por más que el esnobismo diga lo contrario, sepan de quién y de lo que se habla, es que el modelo de acercamiento de la literatura yerra: también los medios de comunicación, los profesores, y, por qué no, los propios poetas. La poesía actualmente se ha convertido en marginalidad arrogante. Un género subvencionado, que no interesa más que a quien la escribe. Y que, en general, contaminada de tanto ripio y amaneramiento, tiene muchísimos menos seguidores que el cómic, que el tenis de mesa. Obviamente nada de esto es un drama. Pero me hace recordar lo que decía Julio Cortázar a propósito de las dictaduras latinoamericanas: lo terrible de la censura no es que dejen de leerle a uno, que puede ser más o menos un acto de vanidad, sino desconectar a la sociedad de la producción de los mayores talentos de su tiempo. Ashbery, sin duda, lo era. Y el hecho es que, sería abusivo e ingenuo decir que libremente, estamos renunciando a mucho. Y no hablo, no soy del todo idiota, de ninguna juerga ilustrada ni utopía de salón. Simple y llanamente de placer. De entrada de otros visores, de registros y enfoques posibles sobre el mismo fenómeno tozudamente relativo y a construir que es la realidad. Ashbery, como Joyce, como Lorca, tenía la capacidad de vivir entre mundos y siempre con la sangre en la parrilla encendida, mezclando el habla, las cosas de la calle, del discurso popular y de la conciencia, con la vanguardia y la experimentación. Una cima de la poesía y de la lengua inglesa. De lacustres, alucinados ojos azules. Sin sus libros, especialmente Tres poemas, quizás uno ni lo que hace, penoso, rematadamente penoso o no, sería diferente. La lectura, es, ante todo, experiencia. Acontecimiento. Deuda. Nostalgia. Vivir y boquear. Incluso cuando no toca. Con un pie en el abismo, que decía Bolaño. Tan natural y tan crudo como un dolor de muelas. De lo contrario es mejor jugar al fútbol. Salir a la plaza. No hay nada que enseñar.