Uno de mis primos es un hombre rural, feliz con sus animales y plantas. Me enseñó que destruir es muy fácil y construir muy complicado. Sabe de las dificultades para que el ganado prospere y del azar que planea sobre la planta que germina. Mi primo está pendiente de la vida. Yo me limito a ir al supermercado y compro una bandeja de filetes, el pan que nos regala el trigo y las frutas ya sin temporada. No me preocupo cuando derruyen un edificio en pocas horas y la maquinaria lo erige en pocos meses. No advierto los ciclos vitales y, por eso necesito que mi primo me los descubra con esa sabiduría elemental que, como el sentido común, es casi la primera que se olvida entre el ajetreo de los semáforos y el afán nuestro de cada jornada. En estos días hemos comprobado, con tristeza por parte de muchos ciudadanos, que un sector de nuestra sociedad ansía la ruptura con el resto. La independencia de Cataluña afecta al sentimiento entre otras cosas. Oí a Antonio Banderas en cierta entrevista que era como enterarse de que ya no eras válido para uno de tus amigos. A Cataluña se la quiere, y mucho, por más que ciertas voces pretendan dibujar una situación histórica de indiferencia e incluso de odio sobrevenido desde el resto de España a la que esbozan para oídos devotos de la ignorancia, como si fuera los Balcanes. Construir es muy complejo, destruir muy sencillo y rápido. Incluso incendiar los ánimos de una masa es bastante más fácil de lo que parece como bien saben los publicistas, los expertos en mercadotecnia, o los nazis. La sensatez y el pensamiento reposado exige dedicación, cultivo en el sentido de cultura, y miedo a dar los pasos equivocados, por más que el error sea una de las madres del éxito. Hoy tienen voz políticos y políticas que se expresan mediante lemas. El lema sirve para vender, es eficaz para clavar una idea tal como el que lanza un dardo a una diana, pero en nada se parece a la exposición de un concepto. Espanya ens roba, L’Espanya subsidiada vive de la Catalunya productiva y otras lindezas como esta han actuado como catalizadores de odio y abrevadero de la sinrazón para que nos encontremos en esta penosa tesitura que hoy padecemos.

Hubo un tiempo en que las misas y los grandes discursos se expresaban en latín, lengua considerada pura frente a la degeneración de sus idiomas derivados. El pueblo escuchaba, atendía pero no entendía. Acataba porque así lo había aprendido de sus mayores. Eran divinas palabras y servían para ordenar, justificar o consolar con el mismo vigor con que hoy actúan los lemas. Llegó la muerte de dios y dos guerras mundiales asolaron la conciencia del hombre europeo; el horror floreció en postmodernidad y una de las ramas de ese árbol fundamentó sus nudos en la duda perpetua y la puesta en tela de juicio de todo. Este aspecto, en principio tan positivo, derivó por otras ramas hacia un perroflautismo incendiario al que le encanta basar su ideología, más que sus ideas, sobre aquel lema del cuanto peor, mejor, pólvora para las pistolas de ETA, por ejemplo, y doctrinario actual de cuantos quieren asolar la convivencia de la sociedad española sin explicar tampoco qué quieren edificar y, sobre todo, recordando a mi primo, cómo, en cuánto tiempo y qué conseguiríamos con la destrucción de España. Ese cuestionamiento perpetuo del todo que no distingue partes ha virado hacia la intransigencia del no cuestionamiento de sí mismo. Califica al otro con el lema de pensamiento único en el momento en que no siga sus directrices, más que razones, y se queda tan pancho. España no es sus poco ejemplares monarcas, ni el gobierno del PP, ni Madrid; todo eso es cuestionable antes que propagar la quiebra a ciegas de un grupo humano con vínculos de todo tipo, también sentimentales. Necesitamos otras divinas palabras que expliquen, que desmientan y que unan. Mi primo asimiló la paciencia del árbol y descubrió que cada cosa tiene su tiempo. Esperemos las palabras divinas que conjuren los lemas de la destrucción. Por Catalunya.