Salvo honrosísimas excepciones, nos pasamos la vida trasformando la realidad para poder explicarla a nuestro favor, y si es con orgullo ortopédico, mejor. Las más de las veces, transitamos por la vida sin vivirla y aspirando a llegar a viejos en perfecta forma física, mental, espiritual y económica. Y cuando llegamos, negamos la mayor: lo daríamos todo por no ser viejos. Sobre este particular, de un tiempo acá, o sea, durante los últimos dieciocho mil trescientos días, aproximadamente, vengo investigando el asunto y he llegado a dos conclusiones. Una: que en el sistema falla algo. He revisado desde diez generaciones anteriores a la mía, hasta la conformada por los jóvenes que ahora tienen veinte años, y ninguna generación ha recibido enseñanza alguna respecto de la sabiduría. Grave esto. Dos: que Voltaire tenía razón: quien no tiene toda la sabiduría de su edad, tiene toda su desgracia.

El sistema, siglo tras siglo ha venido enseñándonos materias que cada siglo anterior eran impensables, pero sobre sabiduría, específicamente, nada, ni tan siquiera una pequeña pista. Pareciere que la fe, que debe ser más facilona y manejable, es enseñable -y hasta imponible-, pero la sabiduría no. Es como si alguien hubiera decidido dejar las enseñanzas que conducen a la sabiduría al pairo de los vientos privativos de la ciencia infusa. Hubo un tiempo en el que la filosofía se ofreció voluntaria para enseñarnos a pensar, y no parecía un mal principio, pero los malos sistemas fueron sobreponiéndose y solapándose, hasta llegar al más estólido de los sistemas, el del exministro de educación, cultura y deporte que, de un plumazo ministerial, desanduvo la poca parte buena del camino andado. El exministro nos dejó con la boca abierta a base de adWertirnos que inWertiría las cosas para subWertirlas, a base de eWertir el sistema educativo con una retahíla de Wertebraciones que lo conWertirían en un diWertido aprendizaje Wertical en el que la filosofía es prescindible. Y lo hizo, velis nolis. O sea, con pésimo talante democrático.

Ministros aparte, la identidad de la sabiduría ha sido un misterio desde que el sapiens es sapiens, y desde entonces la persigue, sin ningún éxito, casi siempre. Con la sabiduría se atreven pocos, sin embargo con el entendimiento y el conocimiento últimamente nos atrevemos todos, a todas horas. El mundo actual es un mal pastiche de entendimientos y conocimientos puntualmente especializados. Así, en nuestros días, la cocina, el deporte, la medicina... son objetos de inteligencia ad hoc. ¿Quién no ha oído hablar de la cocina inteligente o de la medicina inteligente o de los destinos turísticos inteligentes en estos tiempos? ¿Y del conocimiento turístico, qué me dicen...? Pues ahí está, enhestado, postulándose como el redentor de nuestros pecados y el inspirador de nuestro futuro.

Estamos en la era del entendimiento y del conocimiento, como conceptos y como razón de ser de todas las cosas. Los tecnócratas, sin aludirlos, pierden la cualidad que los define y toda la capacidad de hilvanar el verbo. Un tecnócrata, especialmente los turísticos, no es nada si no se refiere al entendimiento y al conocimiento como hiperónimos y como hipostasis del éxito turístico. Destinos inteligentes, inteligencia turística, conocimiento turístico... ¡El espectáculo más grande del mundo...! ¡Pasen y vean...!

Y digo yo, ¿no sería más guay dejarse de liturgias minimalistas e ir a por todas? Total, si lo de la inteligencia y el conocimiento turísticos, por el momento, no son más que hiperbólicos trajes inanes que ocultan las torpezas y demuestran la fragilidad del verdadero conocimiento turístico, no seamos tímidos, dejémonos de blabladerías y pensemos en grande... Proclamemos la relumbrosa Era de la Sabiduría Turística de una vez. Elijamos al Gran Guardián que nos guíe hasta la Tierra Turística Prometida, que supongo que debe ser donde el turismo más divino de la muerte tiene lugar. Aprendamos a ser sabios, caray, movamos el culo de una vez por todas...

Decía Keynes, en su momento el gran gurú de la economía del pasado siglo, que la dificultad no reside en desarrollar nuevas ideas, sino en escapar de las antiguas. Este no sería un mal punto de partida para todos los turísticos que aspiremos a la sabiduría turística verdadera.

Siempre ha sido aburrido, y últimamente empieza a ser peligroso, perdernos en la vacua grandilocuencia de los tecnócratas de pacotilla, que, apadrinando la mentira con la inteligencia y el conocimiento, pretenden poner nombre a la verdad.