Cuando un país afronta tiempos atribulados debe asentarse en su esencia para imponerse, es decir, debe olvidar lo que separa y poner en valor lo que une, diferenciando entre lo urgente y lo importante, primar lo necesario sobre lo accesorio y, por encima de todo, tirar de madurez y sensatez para marcar una hoja de ruta inquebrantable con el mayor consenso posible bajo el imperio de la ley. Todo lo demás es aborrecible y condenable, haciéndose necesario que, ante el insulto separatista, cerremos filas en torno a la defensa de la legalidad y que el gremio habitual de opinadores nos metamos la lengua donde nos quepa y callemos por una vez.

Siempre estaré a favor de la libertad de expresión, pero es responsabilidad de cada uno arrimar el hombro según su capacidad y su dedicación, o lo que es lo mismo, es hora de que los tertulianos y columnistas reconozcamos la gravedad del asunto, admitamos el desconocimiento del ámbito jurídico constitucional y del derecho internacional, y dejemos que sean los verdaderos expertos los que alcen la voz para ilustrar a los españoles y que sean ellos, basándose en datos ciertos y leyes aplicables, quienes se formen una opinión fundamentada. Callarse para ceder la palabra a quien realmente sabe es un acto de decencia y lealtad con aquellos que habitualmente nos leen o nos escuchan, por eso hoy mando silencio a los botarates y no opino sobre el futuro catalán. Quiero callar, prefiero huir del bullicio y escuchar, pues desde Góngora y Quevedo ya no hay discusión de taberna que se precie en la que se permita dar el cante, y estos días sobran palmeros, sobra ruido, sobra tinta.

No imagino que usted se someta a un trasplante y quiera que Herrera, Alsina, Bueno, Ussía, Burgos, Del Pozo, Calleja, Beni, Quintana, Griso, Escolar, Rahola, Ferreras, Ekaizer, Losada, Cintora, Sardá o tantos otros estuvieran presentes en la sesión clínica opinando sobre cómo abordar la intervención, así que en este asunto catalán asumo perentorio llenar las mesas de debate y las rotativas con magistrados y catedráticos de distintas disciplinas, todos impermeables, pues no olvidemos que la fábrica de mantras siempre tiene un sesgo egoísta y condicionado, lo que a estos efectos supone una alienación imperdonable que en nada contribuye a solucionar el problema y nos aleja de la obligación de comprometernos con la verdad, o como mínimo, con la conciencia.

Las principales asociaciones de jueces y fiscales se han pronunciado de oficio contra este ataque, advirtiendo de su absoluta obediencia a la Constitución y su férrea disposición a aplicar la ley sin ambages, lo cual es muy de agradecer, pues si alguna vez se demandó eficacia, imparcialidad y objetividad de la magistratura y del ministerio público fue en momentos como este. Los principales partidos constitucionalistas de ambos hemiciclos han hecho piña en torno al Gobierno parar conformar un frente común, ya tocaba, pues si alguna vez se precisó unidad, pudor y contundencia de los poderes legislativo y ejecutivo fue en ocasiones como esta. Los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado han mostrado su compromiso con la obligación de hacer cumplir las leyes y velar por el bienestar social, no esperaba menos, pues si alguna vez se reclamó profesionalidad, firmeza y proporcionalidad de la policía judicial fue en situaciones como esta.

Podría opinar sobre lo desertores de lo correcto de las CUP, podría hablar del proselitismo del paniaguado o de la asquerosa cobardía de Companys, Dencás y Badía, incluso podría disertar sobre aquello de España nos roba y la familia Pujol, o del autismo político en su tercera acepción, pero me toca guardar silencio para empaparme de los eruditos vinculantes, y eso sí, este silencio que pido a unos se lo reprocho a otros. Echo de menos una declaración institucional de la Casa Real en la que, desde la respetuosa y cuasi ornamental posición que ocupa Don Felipe en el puzle del Estado de Derecho, condene el vómito separatista y muestre un apoyo incondicional a la democracia, a la unidad territorial y, por qué no decirlo, a los que dan la cara por él. Existen pocas encrucijadas dignas de gloria y valentía para que un rey demuestre el motivo de su existencia y se encarne en símbolo tangible y real de su país. De él depende obviar la oportunidad o dejar su impronta en la Historia con obediencia debida a una monarquía constitucional moderna, como ya hiciera la grandiosa reina Victoria.

Así que me queda el cuarto poder. Ese que contrasta e informa, el que es altavoz, tribuna y púlpito de distintas opiniones, ese al que hoy exijo responsabilidad y honestidad para convocar y trufar sus redacciones de auténticos expertos en la materia, duchos y formados, divulgadores y sopesados, sólo así enmendaremos la incultura, la crispación y la desinformación reinantes, hijas bastardas de un deficiente sistema educativo, y la gente podrá opinar en libertad, con conocimiento de causa, y lo que es más importante, sabiendo de verdad quién es quién en Cataluña y por qué ocurren estas cosas en España. Y ya me callo.

«Hubo tanto ruido que al final llegó el final» Joaquín Sabina.