Decía Tony Soprano que «la vida no tiene cura». Y efectivamente, el orden natural e implícito de todas las cosas suele llevar consigo una etapa de gestación, otra de alzamiento o cumbre y, finalmente, el irremediable declive u ocaso. Todo nace, se desarrolla y desaparece. Aunque, por supuesto, hay excepciones. En el mundo del arte, de la canción en concreto, también es un lugar común tocar el techo para, acto seguido, caer al abismo del olvido. Lo difícil, como dicen, es mantenerse. ¿Se acuerdan de Glenn Medeiros? Una y no más, Santo Tomás. Aunque otra opción consiste en alargar el chicle de los comienzos hasta el infinito. Como el Bosé, por ejemplo. Que, a base de duetos y colaboraciones, continúa sacándole tajada, como si de algo nuevo se tratara, al corazón que a Triana va y al bandido que, además, era amante. Y luego está Raphael, un caso aparte. Un artistazo que ya triunfaba cuando nací y que, hoy por hoy, sigue manteniéndose en la cumbre. Ayer, ya sabrán ustedes, volvió a regalarnos su voz y su estampa en la plaza de toros de Marbella. «Loco por cantar», oigan. Siempre en camino, siempre innovando, siempre avanzando. Profesionalidad, arte y perseverancia, desde luego. Para quitarse el sombrero. Raphael ha traspasado los linderos del personaje para convertirse en institución. Sus canciones ya no le pertenecen, le sobrepasan. Han bañado tanto nuestra niñez, nuestra madurez y nuestro presente que difícilmente se pueden ya analizar con asepsia valorativa. Y es que, en definitiva, Raphael es historia de España y más aún, es nuestra historia. Una historia musical en la que se agazapan multitud de recuerdos y vivencias. Y, para hacerme entender, permítanme una experiencia. Sin ir más lejos, el año pasado, a lo largo del trayecto que cubre el tren de cercanías en su ruta por la costa, Raphael cantó a través de mis auriculares: «Hablemos del amor, una vez más...» Quizá nunca sepamos cómo es posible que, al paso de la vida, acontecimientos de entidad e importancia más que notable puedan hundirse, irremediablemente, en las más profundas brechas del olvido y, sin embargo, otros que, aparentemente, pudieran resultar más triviales, gozan de capacidad para marcar una huella indeleble en los anaqueles del recuerdo. En definitiva, aquella canción y esta reflexión me llevaron a otro día de hace ya muchos años. Aquella tarde, en el Hotel Los Ángeles, todos mirábamos a una pareja. Él se acercó despacio, con una elegancia incuestionable. Ella extendió los brazos para recibirlo con toda la ternura que es capaz de regalar una mujer. Él, con delicadeza extrema, la abrazó por la cintura y, con la otra mano, tomó la suya.

Todo fluía con el dulce engranaje que fraguan el paso del tiempo y el fuego lento que brota del cariño y del amor incondicional. «¿Qué nos importa aquella gente que mira la tierra y no ve más que tierra?», cantaba Raphael. La suave luz de la sala acompañaba. Aquel momento de todos se transformó en el momento de ellos. Bailaban despacio. No me cabe duda de que él recordó a su mujer cuando apretaba los párpados, pero la fuerza del momento le hizo abrir los ojos más luminosos y la sonrisa más espléndida que nunca he visto en un hombre. Y ese sencillo gesto le concedió muchísima más elegancia, si cabe, y también seguridad. Y no fue la madurez de sus manos ni su venerable calvicie ni las arrugas que los años labran lo que quedó de él en mi recuerdo, sino esa mirada que, como una luz venida del cielo, perpetuó en mi memoria las emociones de aquellos instantes. Ella, amparada por él, física y emotivamente, también bailaba despacio. De blanco, joven, brillante, infinitamente preciosa. Portadora de una belleza universal que perdura y no caduca. Probablemente su mente y su corazón también alternaran los viejos recuerdos, la historia y las ausencias con el momento presente. Pude percibir temblor en sus pupilas, pugna de sentimientos, pero su padre la sostenía. Al igual que ella a él. Y eran felices, y todos los presentes lo fuimos durante esos minutos. Y la canción y Raphael continuaban dando color a esos instantes. A la cálida e inolvidable luz de los ojos del padre de la novia.