Han pasado cuatro años y medio desde que la economía española tocó fondo, cuando empezaba 2013 en medio de una segunda recesión y el paro se elevaba a cotas del 27%. Desde entonces (y gracias, en buena parte, a factores externos, como las compras de deuda por parte del Banco Central Europeo o la caída del precio del petróleo), el Producto Interior Bruto (PIB) ha crecido a buen ritmo. Sin embargo, el malestar y las dudas sobre la buena marcha económica persisten en gran parte de la población. ¿Por qué?

Es cierto que el desempleo ha ido bajando (hasta el 17,2% actual, según la Encuesta de Población Activa), pero la creación de empleo ha tenido un alto componente de precariedad (uno de cada cuatro contratos firmados en julio era de una semana de duración) y estacionalidad (han vuelto a proliferar en prensa aquellas informaciones que ya aparecían en los años 80 y 90, del tipo: «en la hostelería abundan las jornadas laborales de 12 horas, los sueldos en B y contratos que no se prolongan más allá del verano»).

En el caso de aquellos trabajadores que han podido capear sin despidos el periodo 2008-2013, además, se registra un aumento escaso o una pérdida de poder adquisitivo, si comparan su salario actual con el existente hace 10 años.

La novedad que llega ahora es que nos encontramos en plena desaceleración. Según datos oficiales y de diversos servicios de estudios, el mejor año de esta recuperación ya ha pasado: fue 2015, con un crecimiento del 3.4%; seguido del notable 3.3% de 2016… mientras que para este ejercicio se apunta un 3,1% y, para el próximo, por debajo de esa cifra. Todo ello, en un contexto en el que no se han hecho grandes reformas (desde la laboral de 2012) y con la crisis política en Cataluña en su máxima efervescencia. Íbamos bien, pero ya empiezan los primeros baches.