Por lo general, uno escribe para que los ojos de otros lo escuchen, pero no siempre ocurre. Es más, a veces, cuando ocurre es de chiripa. Serendipia en estado puro, quizá. Los ojos, entre otras cosas, fueron creados para escuchar la palabra escrita, pero la mayoría de los ojos a lo más que llegan es a oírla. Una pena, porque la palabra escrita, cuando solo se oye, es ruido perecedero.

Los ojos llorones, dormilones, vivarachos, enamorados, picarones, risueños, avizores..., todos nacieron sabiendo escuchar la escritura, y, sin embargo, se desgastan hasta la presbicia a base de oírla. Quizá por eso entre el hombre y los libros el desafecto crece y separa. A veces hasta he llegado a pensar que no es que el humano moderno no lea, sino que no escucha la escritura y que el libro desconsolado se aleja del hombre para evitar el mal uso que los hombres que solo alcanzan a oírlo puedan hacer de él. Un libro oído es una sinfónica sin partitura. Un libro escuchado con los ojos es la quintaesencia de la armonía escrita. De hecho, Borges, aún cuando ya había perdido toda su capacidad de escuchar con los ojos, siguió imaginándose el Paraíso como una gran biblioteca.

Alguna vez leí que la cultura de un pueblo es inversamente proporcionar al grosor del polvo que reposa en los libros de las bibliotecas públicas. Desde entonces, no he vuelto a pisar una biblioteca pública en ningún país del mundo, porque el polvo de sus libros podría romperme el corazón y la fe y la esperanza en el hombre. Los ojos de la humanidad se están quedando sordos. De persistir, la hipoacusia visual de los humanos acabará por obligarnos a cambiar la propia definición del ser humano.

Solo unos ojos con sus tímpanos bien abiertos son capaces de escuchar la diferencia entre lo que la escritura dice y lo que la escritura significa. La escritura dice para significar, no para decir, simplemente, y este matiz no es perceptible si los ojos no saben escuchar lo escrito. Creo que fue Cervantes quien dijo que la pluma es la lengua del alma, y yo, fuera quien fuera el que lo dijo, desde la más profunda humildad, le añado: y los ojos sus oídos.

Aún recuerdo el trancazo del pasado invierno, que me afectó severamente a ojos, garganta y oídos. Desesperante... Durante la convalecencia decidí quitarme de en medio el ingente material profesional que esperaba mi lectura. Pero por más que lo intentaba, apenas llegaba a saber qué leía.

-Estacionalidad- era el título de un dossier multicolor divino de la muerte.

Tras más de hora y media leyendo me di cuenta de que no me estaba enterando de nada. Asustado, decidí llamar a mi amigo Guillermo, que inmediatamente lo tuvo claro:

-El propio trancazo que tienes ha afectado a la capacidad auditiva de tus ojos. Más el izquierdo que el derecho-diagnóstico.

El tratamiento que me prescribió Guillermo, a los tres días le había devuelto toda la audición a mis ojos. Estaban como nuevos. Pero lo pasé mal. Aunque aquel proceso me vino bien, porque mi sordera visual me sirvió para comprender el nivel de dependencia que tenemos de la calidad auditiva de nuestros ojos. El que verdaderamente quiera comprender la realidad que lo rodea, o pone en marcha la capacidad auditiva de sus ojos, o será una misión imposible.

Durante tres días estuve dándole vueltas a la estacionalidad turística de nuestra Costa del Sol, que, por cierto, pronto hará acto de presencia por estos lares, y en ningún momento pude llegar más allá de lo que la propia escritura decía. Es decir, mis ojos podían leer lo escrito, pero no podían escuchar el significado extenso de la estacionalidad. Letras y letras se amontonaban girando alrededor de ejes lingüísticos redundantes que sintácticamente no significaban nada. ¡Viva Groucho...!

Era otra vez lo de siempre, un galimatías de nimiedades, chichinabos y ajaspajas propio de los ripios político-turísticos que contaminan nuestras entendederas democráticas desde hace tiempo. Simples razonamientos y vaticinios idénticos a los que ya figuraban en las actas de nuestras sesudas reuniones de las segunda mitad de los setenta, pero eso sí, primorosamente bordados con la vainica de los latiguillos viciados por el idioma politizado de nuestros días.

Y lo aprendí: a los implicados en la actividad turística nos faltan ojos para escuchar como Dios manda...