No hay excusas. No las hubo, ni las habrá. Ni siquiera a partir del socorro estético, de la buena prensa y el buen amparo de la literatura de la inacción. La cagada es monumental. Probablemente histórica. Y la responsabilidad no es sólo de una persona, de un gobernante, sino de todos; no tiene nada que ver ya con el PP. Ni siquiera con la corrupción. A Zapatero, en su clímax, se le reprochaba, y sesudamente, el bambismo, lo de vivir en disneylandia, el hecho inane de no ser capaz. En este sentido, Rajoy va camino de convertirse en una figura literaria, en una versión castiza y aceitosa de cualquier Oblomov. Todo esto, de lo que me temo que ahora hablarán los periódicos, incluido éste, al socaire del cual tiendo a expresarme, es innegablemente Rajoyayano; lleva su sello inequívoco. Es obvia la manipulación, la artera construcción del relato de la causa catalana, sus mentiras, su oportuinismo, su falta de solidaridad, pero también algo que se exalta y se comprueba desde hace meses en los vídeos de youtube: la parálisis, pobreza política y de pulso, del que tenía que haber seguido siempre siendo un afable funcionario, un tipo con el que tomar una caña en Cambados, no un presidente europeo. Lamento la crítica, porque me siento extrañamente cercano a este señor, pese al Marca, en la poética dura, que siempre es la de la pasividad. Pero el tipo, y mira que era difícil, ha conseguido lo que parecía imposible: que lo de la corrupción orgánica, el Luis sé fuerte, quede como una aventura adolescente, un pecado churrero, de división juvenil.

Lo que ocurrió ayer, lo que sigue ocurriendo, es muy grave. Se ha criticado mucho, en medio de este maniqueísmo atroz, que se responsabilizara a la derecha española, pero aquí, personificado, hablamos de un error imperdonable, que casi deja en juego de niños, si no fuera por los muertos y por la hipoteca, todo desatino anterior. Rajoy es culpable. Y mucho. Principal protagonista de un espectáculo bruto, de haber alentado justo lo que buscaba la parte sentimental del otro lado, que era la foto de un votante represaliado, la de la España contumaz frente a una supuesta nación ilustrada que tiene más que ver con el vicio y la tontería del privilegio que con la digestión razonada de la ilustración. Estoy con Xavi, uno de los mejores futbolistas, y soy del Atleti, de la historia: esto es una puñetera vergüenza. Por tantas razones, porque realmente no se puede hacer peor ni queda mucho margen, más allá de la barbarie general. Rajoy debe dimitir. Ha logrado que España se supere a sí misma, que cruce una línea sin paralelo en la Europa de este tiempo. Qué más daba, en el fondo, un referéndum absurdo, adulterado, sin reconocimiento ni legitimidad. El mismo problema de siempre: el de la Constitución, tratada por los mismos que la rechazaban en su tiempo embrionario, como una pieza rocosa e inamovible, bíblica e irreflexiva. El hecho de combatir la irracionalidad con irracionalidad. Y de ser corto de miras. De entrar al trapo. Hasta el punto que no se sabe si hablamos de cinismo o simplemente de juicio negado de manera natural. Rajoy ha dejado ser banal. Se ha vuelto calamitosamente enciclopédico. Entrará y se estudiará en la historia. Todos nos lo merecemos. Ahí está la previsible, la España ilógica, la fotocopia electoral.