Al margen de la cantidad de fintas, contragolpes, desafíos y respuestas que se han cruzado entre la Generalitat y el Gobierno del Reino con motivo del referéndum, tenemos ya una consecuencia ajena a esos pulsos continuos pero derivada de ellos. El ministerio de Hacienda ha decidido que se prorrogue la actual Ley de presupuestos generales del Estado en vez de tramitar una nueva para 2018. El ministro Montoro dice que quiere presentar el proyecto nuevo más adelante. Pero anticipar en este momento cualquier futurible entra en la categoría de la especulación más absoluta porque ya ha quedado bastante claro que nos movemos por un terreno tan pantanoso que ni se sabe siquiera lo que esconde.

La prórroga de los presupuestos es una medida que pone de manifiesto el alcance de la crisis en la que está metido nuestro país. Y por ese mismo motivo resulta muy difícil mover ficha en unos momentos tan delicados. Aprobar unos nuevos presupuestos no es algo que quede al alcance del grupo parlamentario popular, ni aun sumando los votos de quienes ya habían anunciado que votarían a favor, es decir, los de Ciudadanos. Con el Partido Socialista instalado en el «no es no», y el obvio voto negativo de Unidos Podemos y de los grupos catalanes, el Gobierno necesita el apoyo del Partido Nacionalista Vasco -y otros flecos más fáciles de obtener- para sacar adelante la ley. No hace falta ser muy espabilado para imaginar lo que exigiría el PNV a cambio, porque se ha hecho público ya. Más transferencias, más dinero; lo mismo de siempre, vamos.

Pero los tiras y aflojas relacionados con unos nuevos presupuestos se producen mientras hay que mirar ya hacia el 2 de octubre como verdadera clave para poder saber en qué quedará el futuro del Estado de las Autonomías. Ni que decir tiene que va a ser, por necesidad, muy diferente al que tenemos ahora sin que se pueda anticipar el alcance de los cambios. Sean como fueren los remiendos a la Constitución que habrán de llegar, si algo parece imprescindible es el final de ese goteo permanente de exigencias y concesiones que se ha dado entre el Gobierno central y las comunidades autónomas. Cualquier sistema más parecido a un Estado federal habrá de partir de una redefinición de los derechos y obligaciones del todo definitiva porque no existirá ya un colchón para futuros regateos.

En tales circunstancias, prolongar los presupuestos es tanto la prueba de que el margen de actuación política del Gobierno es mínimo como la fórmula mejor para no estirar más un traje ya demasiado maltrecho. Vamos a sufrir en breve el cataclismo constitucional mayor desde el final de la dictadura. Habrá que discutir a cara de perro cada detalle de las relaciones que se den entre las distintas comunidades. El año que viene no es que vaya a haber unos nuevos presupuestos sino una nueva España.