Una de las circunstancias más extraordinarias de la actual crisis del Estado español es el atronador silencio que resuena desde instituciones fundamentales. Las Cortes, por ejemplo. Pasa lo que está ocurriendo y el Congreso de los Diputados no se reúne con carácter de urgencia. El Senado, que es constitucionalmente la cámara de representación territorial, ni siquiera ha sido convocado. Lo mismo ocurre con instrumentos no estrictamente institucionales, pero que podrían tener alguna utilidad -así sea deliberativa -como la Conferencia de Presidentes Autonómicos. Los presidentes, sin embargo, guardan un silencio casi perfecto. Aquí quienes analizan, profetizan, maldicen, se ríen y describen el verdadero rostro del mundo y del futuro son una legión de tuiteros que participan por igual en el ingenio, la malicia y la frivolidad. Bueno, también sale algún independentista en las orillas del Pisuerga mostrando su sana envidia por lo maravillosamente libre que está demostrando ser el pueblo catalán o algunos jovencitos de alma guanchinesca que sueñan con organizar un referéndum en el que las papeletas se depositen en zurrones de gofio.

En cambio otras instituciones del Estado, como la Corona, quizás se hayan precipitado. Algunos cuentan en la Villa y Corte que el Gobierno presionó un pelín al jefe del Estado para salir en la tele enseguida. En todo caso el breve análisis que Felipe VI hizo en la primera mitad de su intervención fue impecable. Otra cosa es el resto del discurso: se puede dejar clara la necesidad de restablecer con todo rigor el orden constitucional y no parecer más un fiscal elocuente que un jefe del Estado. Porque a riesgo de repetirse el restablecimiento de la Constitución y del Estatuto de Autonomía es impostergable, pero la imperiosa necesidad de mantener abierta una vía de diálogo resulta imprescindible si se quiere evitar un colapso definitivo. Diálogo no significa necesariamente negociación, aunque sea la condición necesaria para la misma. Diálogo significa detener la escalada - si aún es posible -y buscar una solución intermedia para una mínima convivencia entre las dos partes enfrentadas mientras se prepara el escenario para un diálogo efectivo a través de las instituciones y los instrumentos que establece la legislación vigente. Fuera de esta opción caben, por supuesto, soluciones y determinaciones exquisitamente constitucionales, pero políticamente inútiles. La sociedad civil española y la sociedad civil catalana deberían tomar la palabra - y no necesariamente en twitter - para que el diálogo no sea visto como una concesión ridícula o una traición intolerable, sino como una minúscula garantía de supervivencia.