Vivimos días de infamia (descrédito, deshonra, maldad, vileza, en el diccionario de la RAE). Para mí sigue contando mucho el crédito (o la reputación) y la honra (palabra por cierto pariente de ´honorable´), que me remite a respeto y honestidad. Admito incluso cierta tolerancia con la maldad. Pero lo que no soy capaz de sobrellevar es la vileza, que me parece una expresión destilada de la indignidad. Cuando contemplo lo que está sucediendo (suceso es el término más adecuado) en Cataluña, se me vienen a la cabeza esas palabras (infamia, sobre todas ellas) y me pregunto si las palabras en que yo creo se las ha llevado el viento (el temporal) o es que ya da todo da igual. Quizá sea que ya no encajo con las modas de estos tiempos de la posverdad en que parece que se nos hubiese nublado el conocimiento y anulado la razón; en que las ideas han quedado reducidas a lemas; en que el pensamiento se ha sustituido por el espectáculo, los sujetos por seguidores y la ciudadanía por el público (y para algunos el pueblo). En que la reflexión ha dejado paso a una banalidad convertida en bálsamo mágico de encantamientos de fascinación (y fraude) social; y en que lo que importa no es la realidad sino la distorsión que se hace de ella. Es esto lo que me deja atónito cuando oigo hablar a ese trío, igual de dotado para el sainete que para el drama, formado por Junqueras, Puigdemont y Forcadell. Aunque les confieso que lo que me ha llevado a un absoluto estado de desolación (y a un voluntario exilio como antiguo seguidor culé) ha sido el ver llorar a Piqué. Como experimento además un hartazgo, que supongo ampliamente compartido, no sé si la famosa DUI (que a mí me suena a dispositivo contra el embarazo no deseado) me pillará ya viendo la televisión. Dejo, por eso, los análisis políticos para otros y prefiero ahondar algo en la clave psicológica de este ´independentismo en el diván´, capaz de imaginar todos los agravios y de ignorar todas las asimetrías. Las asimetrías de un modo de relación que cuenta con un himno para aplaudir y otro para silbar; que considera libertad de expresión abroncar a un jefe de estado y no tolera la más leve desaprobación a un jugador del Barça; que establece como democráticos los derechos de su mitad mientras deja orillados a los de otra mitad al parecer sin derechos; que invoca diálogos que acalla a voces; que denuncia violencia física y ejerce violencia institucional; que ha alcanzado ese refinado grado de maldad que consiste en presentarse como propietarios de la bondad. El edulcorado independentismo friendly de antaño (el de los chicos con gafas coloridas de patilla recta que se han descubierto daneses y miran por encima del hombro para convertir la diferencia en preeminencia) ha transmutado ahora en un ´independentismo insurgente´ (¿a base de mezclar los trajes del Corte Inglés con las camisetas del Born?) empecinado en arrastrar al ´pueblo´ al viaje hacia ninguna parte, o mejor, hacia esa parte en que las élites (el nacionalismo es una mercancía de élites, que compran fácilmente las supuestas izquierdas progresistas) se hagan más dueñas de su exclusivo (y excluyente) país. Un independentismo que quiere jugar el partido en el campo que en cada caso más le convenga, a la carta, ´sui generis´ para no establecer fronteras económicas y mantenerse en el euro, para construir un nuevo Estado pero sin cambiar de pasaporte (español). Y todo unilateralmente, negando y desafiando la ley, poniendo en jaque a la nación democracia y la Constitución y llamando a la insurgencia. Nadie se había atrevido a tanto (ni en Escocia ni en Quebec, tan inspiradoras en otros tiempos) ni nunca como ahora había llegado a tal dislate lo que se presentaba como revolución de las sonrisas, conducida por cínicos personajes sin reparos para la argucia, el engaño, la manipulación y el ventajismo. Pero ya no es tiempo para bromas. Para la broma de que decidan unilateralmente ellos lo que también me afecta a mí; de que me retiren el derecho a decidir que tanto invocan y yo también tengo; de que fracturen una sociedad para años; de que impongan con su ruido la ley del silencio. Para la broma que no toleraría ningún Estado europeo de dejarse arrebatar el 20% del PIB, ni el bienestar y la convivencia alcanzados en 40 años de Constitución, y hacerlo, además, con una complaciente sonrisa.