Envidio a quienes tienen todas las certezas, porque mientras los demás, dubitativos, estamos todavía asimilando la pregunta, ellos ya han formulado la respuesta. Estos días ando leyendo en la red opiniones provenientes de gente querida que me merece mucho respeto, y son desconcertantemente antagónicas. No han sido escritas por intransigentes de voz tonante -ésos quedan descartados desde el principio- sino de personas juiciosas y ecuánimes. La única diferencia reseñable es que escriben desde sitios distintos.

Todas ellas creen en el individuo y en la razón, como han demostrado durante mucho tiempo acerca de asuntos variados; pero hay un momento sutil -y sumamente inquietante- en que, en cierta conversación, que hasta ese momento transitaba en primera y segunda persona del singular, se produce un deslizamiento hacia el plural, y deja de hablarse de «yo» y «tú» para hablar de «nosotros» y «vosotros», aderezados por los topónimos y gentilicios correspondientes y fácilmente imaginables. Hay argumentos de peso en ambos contendientes, pero tengo la sospecha de que serían perfectamente intercambiables si trocamos los orígenes. Por lo que hay que concluir que es la pulsión de la sangre, el instinto de la tribu, lo que rige el desarrollo de los acontecimientos a partir de cierto límite impreciso. Algo muy poco recomendable.

Amin Maalouf, escritor que huyó de su Líbano natal debido a la guerra civil de su país, escribió lo siguiente: «Todos deberían poder incluir, en lo que piensan que es su identidad, un componente nuevo, llamado a cobrar cada vez más importancia en el próximo siglo, en el próximo milenio: el sentimiento de pertenecer también a la aventura humana».