A menudo la realidad nos estrecha el camino y la respiración. Entre ella y la pared nos obliga a decidir entre el así es la vida y la audacia de crear otra salida. La primera es la elección más fácil. Uno admite que lo habitual es aceptar lo que nos impone como una vocación de madurez o la condena de llevar una piedra sobre los hombros, una china imperfecta en el zapato. Da igual si en esa realidad no nos reconocemos, si nos asusta, nos duele o nos parece una prueba de la idiocia en contienda que tanto impera en estos días de furia e incertidumbre; de desconocimiento constitucional y fiscal; de la ley de gravedad de la economía y del reparto de los presupuestos del Estado; de convivencia a la intemperie del belicismo. Sólo queda apretar los glúteos y los dientes, echarse la sombra encima y seguir el camino con el que la realidad nos identifica, nos suma, nos resta y divide entre el activismo emocional desbocado que galopa en el hielo que nos fractura y la reflexión cívica convertida en un pájaro asustado sin rama en la que posarse. Sucede ayer, hoy, mañana, a diario, la realidad a su antojo e intransigencia. La segunda opción es más difícil. Si uno no se doblega a que la vida es así -coartada de identidad de la realidad- y encuentra valor en la penumbra de su miedo o en la serenidad de su honestidad, tiene dos opciones: La primera: inhalar aire a fondo, sostener la respiración como si estuviese practicando abdominales hipopresivos e intentar zafarse entre la realidad y la pared sin sufrir un golpe en la conciencia o en el estómago. La segunda requiere desvelarle a la realidad el secreto que ella desea siempre capturar y desarmar: la capacidad de descubrir otra realidad paralela para escapar de su acoso por la pared.

Lo descubrí leyendo un cuento, cuyo autor me da rabia no recordar porque lo merece su originalidad pero la saturación de idiocia me bloquea las neuronas. En esa historia un hombre encuentra en la pared del pasillo de su oficina una puerta. La abre y descubre que ningún otro refugio le procura la transparencia de un silencio que no despierta sospecha alguna, el reposo de no tener que preguntarse nada acerca de las promesas, de las mentiras, de la inclinación a que las ideas tengan músculos, gritos, amenazas. En aquel lugar ninguna imagen o palabra que se atreviese a pronunciar tímidamente eran incandescentes. Ni siquiera sonaban, tenían relieve o alumbraban la oscuridad en la que no se sentía a ciegas. Dentro de ella tenía la certeza de que no tenía porqué desalojar la realidad que otros convertían en hostil y exclusivamente suya. Lo único que debía hacer era imaginarse que aquella habitación era una sala del cine Albéniz donde Emilio March había encontrado su habitación personal en la pared seis días de película a la semana. La carretera a un pueblo de sábado como aquellas por las que viaja Eusebio Inglés en busca de la geometría de los paisajes en los que reconocer la belleza, y el placer de las pequeñas aventuras en pareja. Quizá el sendero de verdes que suben y bajan y por el que crujen cada vez más secas las estaciones que recorren Alejandro y Felisa, hasta llegar a la cima del viento o a la mesa de un banquete. Incluso una caracola en las que Busutil intenta descubrir el secreto de las olas o por qué a veces el compromiso y la palaba son una pesada carga cuando en las hogueras -las de metáfora y las de verdad- vuelven a arder los libros de Historia, las Enciclopedias, la Carta de Ciudadanía de la Ilustración, el mapa con el que Juan Sebastián Elcano completó la primera circunnavegación del mundo, y regresó a Sanlúcar de Barrameda, cuyo único ombligo es un mar de todos. Cartografías del intelecto frente al desbordamiento de la autoestima como convicción y encono.

A salvo y sano de las heridas de la idiocia cotidiana y de la que muchas veces se impregna de la política en turba y desafío, el personaje de ese espléndido cuento -del que me provoca desazón no recordar su firma-, regresaba al pasillo y sonreía porque ya no estaba entre la realidad y la pared, y durante un tiempo podía ir tirando entre nieblas existenciales y sueños borrosos o a media jornada, con una felicidad asequible y llevadera. Suficiente para no pensar si al cruzar de esquina o al salir del metro iba a encontrarse con una revolución de sans culottes, con la burguesía poniendo a recaudo el dinero después del delirio de su hegemonía reaccionaria, con un virulento choque policial o la insurrección independentista en la que muchos han encontrado una vieja canción libertaria, un nuevo romanticismo progresista. Coincidiremos bastantes en que esa tranquilidad del personaje es conveniente en estos momentos donde que hay qué pensar cuál es nuestra responsabilidad como ciudadanos cuando las instituciones fracasan, la política ejerce y desjerce en contra de la convivencia y el diálogo. Y en los que también es necesario explorar con honestidad la memoria para entender el presente. Igual que hace con una sutil melancolía Kazuo Ishiguro en su estupenda novela Un artista del mundo flotante, sin tener que adoctrinar en política y en combate a los niños desde los libros de abecedario en las escuelas catalanas. Qué brillante el reciente premio Nobel de Literatura en una de sus frases a una de las primeras entrevistas: «Hemos perdido el consenso sobre lo que es democracia».

Lo he dicho siempre y lo repetiré hasta la última lluvia ácida de Blade Runner, el de Ridley Scott y el de Denis Villeneuve, igual que si fuese un replicante en el mundo corrupto de los hombres cautivos entre la tecnología y el subdesarrollo, la cultura nos hace éticos y libres. Es el mejor instrumento del que disponemos para que el pensamiento no sea de tarifa plana, para que el diálogo deje de padecer de autismo y «sea una forma de construir un futuro con mejor calidad de vida». Lo ha dicho Norman Foster en la inauguración de Doce diálogos con la arquitectura y la ciudad en el Espacio Fundación Telefónica, donde reflexiona acerca de la movilidad y la sostenibilidad. Dos conceptos vitales en este siglo, junto con la importancia de la solidaridad como puente para el progreso común y fuerza frente a las verdaderas amenazas que nos esperan. Esas que ya están agazapadas en el ámbito de lo cotidiano ante el que hemos perdido el ángulo zurdo de la mirada y la capacidad de encontrar en un instante entre la vida que sucede y la que sucederá un mundo, un extrañamiento, otro camino, una historia que contar. Algo sobre lo que hablé ayer en una mesa redonda en compañía de una prometedora escritora, Almudena Sánchez, capaz de encontrar en la realidad un iglú en el que refugiarse para ponerle sonido a los sentimientos, conversar sobre la soledad adentro en los cuadros de Hopper y más allá de los límites con un imprescindible escritor feliz como Felipe Navarro, el Murakami malagueño que escribe para explicarse lo que hay a su alrededor y no sabe si seguir llamando realidad. Dos autores con los que la revista Tales, un pentagrama de mano para el cuento, en el que se empeñan Ignacio Rodríguez y Gonzalo Campos en un intento de reunir voces que enseñen a leer el mundo, entre la fabulación de lo posible y lo tangible que se confunde de ficción, para que seamos capaces de descubrir lo invisible o de salirnos del acoso de lo real que nos estrecha el aliento y la vida.

No les contaré el final del cuento (sí que lo recuerdo, no crean) porque así dejo que ejerciten su imaginación, que la pongan a trabajar o al menos la aireen, que nunca viene mal hacerlo de vez en cuando, vayan a necesitar ustedes encontrar en su pared esa puerta o un iglú.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es