Sábado 30 de septiembre, Catalunya Ràdio, 03.00 de la madrugada (el ciclo independentista no se interrumpe en las 24 horas del día). El oyente de la emisora pública catalana exhorta a votar sí en el referéndum del día siguiente, «porque nos ha caído esta oportunidad». Respecto a las consecuencias, se añade un fatalista «y luego ya veremos lo que pasa». Es el antiRajoy, remite al mayor acto revolucionario de la historia reciente con la misma distancia que el presidente del Gobierno. Opera sin fanatismos, desde el cálculo del tendero, que añade que España es un pésimo negocio debido a su deuda astronómica.

El desapasionamiento de esta escena radiofónica verídica no resulta tranquilizador. Al contrario, presenta la República Catalana como una evidencia doméstica, que no requiere de soflamas. Se ha inscrito en la intimidad personal, el «y luego ya veremos lo que pasa» digno de Josep Pla protege de los catastrofismos apocalípticos esgrimidos desde el otro bando. Quienes insisten en evitar el divorcio, obvian la posibilidad de que la disolución del matrimonio político se haya materializado mientras diseñan diques para evitarla.

Ante la fractura irreversible, el problema puede admitir una solución más realista si se acepta que no se trata de evitar una ruptura que ya se ha producido, sino de recomponer los pedazos rotos. Colin Powell quiso disuadir infructuosamente a George Bush de la invasión de Irak, recordándole el lema de las tiendas de cerámica. «Si lo rompes, te lo quedas». El Gobierno ha cometido errores en el envío de fuerzas policiales a Cataluña que recuerdan a la desdichada ocupación iraquí. La nacionalidad en cuestión, o España en su conjunto, han estallado en mil pedazos. El desastre no admite devolución.

El discurso fallido del Rey, que optó sin titubeos en la disyuntiva constitucional que le otorga el papel de «declarar la guerra y hacer la paz», también sirvió para demostrar que el Estado no dispone ahora mismo de una sola voz con la capacidad de enganche suficiente para remover las convicciones mejor instaladas. La apelación a la mediación de la Iglesia debe tratarse de una broma. Solo el artículo en El País de Rubalcaba, Ganar a los independentistas, emerge esta semana pletórico de propuestas para inaugurar una convivencia bajo parámetros renovados. De nuevo, desde la convicción de que la estrategia no es la misma ante una propuesta de ruptura que ante la evidencia de que el abandono se ha consumado, al menos intelectualmente.

Sábado 30 de septiembre, Catalunya Ràdio, 03.15 de la madrugada (el independentismo es una vigilia permanente). Una oyente plantea sin aspavientos que «si esto sale bien, y somos independientes...». Cuesta imaginar que la mujer que se expresa con frialdad quirúrgica haya quebrantado la ley en alguna ocasión. Muestra un satisfacción atenta pero moderada, más peligrosa que la violencia revolucionaria. Y pronto plantea una cuestión pragmática. Su hija es funcionaria del Estado fuera de Cataluña, y la madre desea saber cómo se resolverá esta encrucijada. Su hincapié en la deslocalización parecía prematuro en vísperas del referéndum, pero era clarividente. Menos de una semana después, los dos bancos más poderosos de Cataluña se asentaban en el extranjero de una Declaración Unilateral de Independencia.

Las peripecias individuales, y las masas que olvidan la cabeza para pensar con el corazón, desembocan en una conclusión colectiva. Puigdemont no moviliza a cientos de miles de manifestantes, los interpreta con desigual fortuna. El grado de culpabilidad que tanto preocupa a sus enemigos, se cifra apenas en la agitación de un diez por ciento de los congregados. Los insultos del PP al president catalán superan en furia a los que recibe el indiferente Rajoy desde la cúpula independentista. Los lugarternientes populares se limitan a exteriorizar su rabia ante las deficiencias del líder propio. En una semana en que no ha costado demasiado imaginar que Cataluña ya no está, la pregunta no consiste en aventurar si la situación mejoraría sin Rajoy. Es más realista preguntarse si la atmósfera continuará empeorando con su presencia.

El triunfo del PP ha consistido en lograr que el movimiento catalán para independizarse de Rajoy se haya trasladado a la voluntad de independizarse de toda España, hasta el punto de que ambas voluntades son indistinguibles. Las elecciones se conciben como una tregua. Salvo que se convoquen a ambas orillas, el alto al ego no funcionará.