Hace unos días, tuve la suerte de poder ajustar horarios y agendas con el ínclito Francisco Cabrera para compartir el estreno cinematográfico del remake de It. Ya saben, la novela de Stephen King, el payaso Pennywise, los globos rojos en las alcantarillas de Derry, pandillas de niños yendo a cada lado sobre bicicletas que no saben aparcar y demás glorias y muletillas de los ochenta. Que sí, que se reiteran, no les digo que no, pero nuestra generación las adora. Unas reminiscencias que también saboreamos recientemente, con buena calidad y algún que otro actor coincidente, en la primera temporada de Stranger Things, dicho sea de paso. Aquel regreso, en pleno dos mil diecisiete, al Derry de finales de los cincuenta nos sentó bien a mi compadre y a mí. No les analizaré la película con diatribas propias de un crítico de cine checo, comedor de wok y con gafas de pasta porque ni soy un experto ni domino la jerga. Pero sí les diré que me gustó. La disfruté, me asusté, sonreí, pasé un buen rato. Quede apuntado que brilla con luz propia el incomparable talento de la jovencísima actriz Sophia Lillis, que le da sopas con honda a la interpretación de cualquiera de los adultos que participan en el largometraje. Y es que el terror, le pese a quien le pese, ni tiene edad ni es un género menor. Podrán ser menores, en su caso, los directores, o los escritores, pero nunca los géneros. No hay tema irrisorio que García Márquez no hubiera podido encumbrar sobre los anaqueles de la alta Literatura, como tampoco hay trama o argumento impecable que no pueda ser arruinado por un escritor mediocre en los más crudos estantes del olvido. Pero claro, la crítica, con su difusa omnipresencia incuestionable y tan poco definida, tiene tendencia a arramblar hacia la segunda división literaria a referentes de la taya de Stephen King, por ejemplo. Por sus temáticas. Un genio, King, que, además de esculpir con maestría el submundo de nuestros terrores personales, también es capaz de retratar en sus contextos la historia social y cultural de los periodos más oscuros de los Estados Unidos. Pero ojo, no corran. Suelten el pasaporte. No hay que irse tan lejos. Que los recientes terrores cinematográficos de más allá del océano me hayan servido de excusa para comenzar la columna no quiere decir que no se los puedan encontrar aquí mismo, en Málaga. Ayer, en el templo de la Librería En Portada, presentó su última novela el hombre que hizo inquietante y no risible la posibilidad de toparse con zombies en Carranque. Les confieso que yo me enganché a destiempo a Carlos Sisí, pero más vale llegar tarde que nunca cuando te topas con un referente. Porque Sisí desmorona, sin ningún género de dudas, el infructuoso y manido debate que enfrenta a los superventas con la alta literatura. Con la lectura de Alma, me di cuenta de que su autor, además de vender libros, valora cada párrafo, cada página y cada expresión como si fueran su vida misma. No se repite, no divaga, es preciso, directo, un diáfano reflejo literario de los mundos que domina y con los que es capaz de amedrentarnos e inquietarnos. Y así, el pasado viernes, de manos del impecable anfitrionazgo de Pedro Rodríguez, que también debutó hace poco con su relato Esto no es un origen, Carlos Sisí presentó Vienen cuando hace frío. Una novela en la que este escritor madrileño afincado en Málaga nos muestra su particular visión de lo que los primeros ecos que reverberan alrededor de su trama comienzan a comparar con los horrores lovecraftianos. Para los afines que cerramos filas alrededor de él, es todo un privilegio que, después de dejar su impronta sobre el apocalipsis zombie, la ciencia ficción y lo paranormal, Carlos Sisí marque con el sello de su propia interpretación el imaginario de esos seres ancestrales que aguardan y nos acechan tras los umbrales de las heladas ventiscas que azotan las montañas canadienses. Y suscribo en su integridad las palabras que sobre el autor refirió Jorge Lara Gómez. «Da igual que se trate de una novela en toda regla o de un relato de veinte páginas. Carlos Sisí consigue, como pocos autores, algo muy difícil. Siempre sube un peldaño más».