Resulta difícil escribir de otra cosa. En cierta medida por la gravedad, por los humores trágicos e irrespirables que va adquiriendo el conflicto. Pero también porque en España, y ya no sólo en Cataluña, empieza a ocurrir lo mismo que en cualquier país al borde de un precipicio social definitivo, que todo lo que no sea dedicarse en cuerpo y alma al asunto, de enredar hasta la saciedad, es visto automáticamente en uno y otro lado como un acto de cobardía y, lo que es peor, de entregado colaboracionismo. Con el procés asistimos a un nivel de irritación colectiva que va poco a poco pareciéndose demasiado a los estados larvarios de toda ambientación fascista; de nuevo se castiga al heterodoxo, al que llaman desdeñosamente equidistante, sin tener en cuenta que, en esto de la crítica, también existen, y deben existir, incómodos bajorrelieves y matices. Y que se puede estar en contra siempre de manera razonada, no con la desaprobación terca a la totalidad, que es la medida que normalmente describe al fanático, al feligrés. El hecho de abominar de la militarización de los problemas y del uso abusivo de la fuerza no equivale, ni mucho menos, a aceptar toda la pantomima rancia y lunática del separatismo; lo mismo que señalar a Rajoy tampoco es sinónimo de cerrar los ojos frente a la intolerancia y los disparates parlamentarios y retóricos del nacionalismo catalán. Es esto del procés, una gran mentira, un enfrentamiento madurado en trampas, tejido y destejido con arrogancia y visceralidad, un ejemplo, sin duda, mohoso de manipulación que no resiste ningún escrutinio medianamente serio que no desemboque en la pena y la vergüenza. Por no hablar de la soledad. Porque los catalanes que se oponen a las cosas de la patria no son los únicos que están solos; también lo estamos los que no vamos embutidos por el mundo con ninguna bandera, los que tendemos la ciudadanía a la europea, dando de lado al perverso e intoxicado concepto de patria, casi siempre teñido de simplismos, de arrebatos supremacistas, de indecencia bronca e irracional. El pulso España-Cataluña, con todo su folclore subsidiario, incluido el fútbol y los programas de televisión, no sólo está enmarañando la convivencia, sino al mismo tiempo la realidad. Nadie habla del incendio provocado en los juzgados de Valencia, en el que ardieron presuntamente pruebas periciales relacionadas con la corrupción, pero tampoco del paro, intolerable y ladino en Andalucía. Y más si se tiene en cuenta lo que indican las cifras turísticas. Por no mencionar, y esto sí que es obsceno, a las víctimas del atentado de Barcelona, que han pasado a un segundo plano, que no parecen importarles a nadie, perdidas en el limbo de la locura. Vivimos en un tiempo secuestrado, en otra burbuja empachosa. La tierra abierta e iracunda, la de los bandos. Sin respeto alguno hacia la discrepancia, la diversidad.