El domingo me desvirgué en lo que a manifestarme por las calles se refiere. En estos tiempos convulsos y golpistas sentí dos llamadas, la primera, más mística y etérea, fue la de la responsabilidad y la defensa de la Constitución, la de ayudar y acompañar al pueblo catalán que no quiere vivir secuestrado; la segunda, más rotunda y clara, fue la de mi mujer, que llamó para decirme que el sábado nos íbamos a Barcelona para participar en la gran manifestación convocada para el día siguiente en contra de la independencia. Así que ni media palabra, me monté en los zapatos y encaminé mis pasos hacia la ciudad condal.

Durante el viaje encontré una página de Facebook llamada 8 de octubre. Así de simple, así de directa. Sin adjetivos políticos ni prejuicios excluyentes, sólo 8 de octubre. Fue apasionante comprobar que miles y miles de personas se unían al grupo desde todas partes ofreciendo plazas libres en sus vehículos para llegar a Barcelona, cómo anunciaban sus casas para acoger gratis a quien las necesitase, cómo se compartían indicaciones o consejos para vivir una jornada inolvidable, y cómo un noble sentimiento sobrevolaba por encima de siglas y votos. Para mí era el ejemplo perfecto de lo que a la postre se desvelaría como una fecha para la Historia desde el respeto, el sentido común y un único objetivo: gritar que Cataluña es España.

Llegué a media tarde del sábado a una gran ciudad desconocida para mí, y la encontré dormida, mal iluminada, expectante, velando armas. En seguida sentí que en Barcelona reinaba una violencia contenida, un rencor envilecido a flor de piel, un miedo pegajoso que te impregna el alma y casi puede palparse. Mientras descubría el barrio gótico, la Sagrada Familia, la Casa Batlló, y presentaba mis respetos a las víctimas del último atentado yihadista ante el mosaico de Miró dispuesto en las Ramblas, pensaba en lo difícil que debía ser el día a día en un ambiente tan crispado que impide que uses tu propia bandera sin temor a ser, cómo mínimo, insultado. En ese revelador paseo se me cayó la cara de vergüenza por no haber disfrutado antes de la capital catalana y concluí que, quien quiere que Cataluña se vaya, o bien está equivocado o nunca ha estado allí, porque yo no puedo concebir que alguien esté dispuesto a perder semejante maravilla. Entre butifarras y rovellons llegó la noche.

El domingo amaneció bajo el mandato de un sol impenitente, salí al balcón y vi riadas de personas envueltas en banderas españolas, enarbolando señeras y estandartes de la Unión Europea, cantando a favor de la unidad. Salían de todas partes, como un avispero al que han azuzado. Una vez en la calle me crucé con cientos de familias y grupos de amigos que nutrían la plaza Urquinaona a un ritmo incesante. Por fin la libertad inclinaba la balanza a favor del Estado de Derecho en esta guerra fratricida entre la locura y el complejo. Aquello fue una auténtica fiesta a favor de una Cataluña libre y constitucional, que no callará nunca más, y lo que era un rumor disperso y lejano se convirtió en un grito atronador, un golpe en la mesa de quien ha guardado silencio demasiado tiempo, un ya está bien que dudo tenga parangón en las crónicas de la Vía Laietana. El domingo Cataluña se desprendió del miedo, se despojó de sus vestiduras de camuflaje, abandonó su escorzo de perfil y tuvo el arrojo de hacerse notar, de manifestarse, de decir que aquí está ella, sin doblegarse, sin esconderse, sin dejarse chantajear. Una Cataluña valiente y española, hermana y pacífica.

Fue mi primera vez en visitar Barcelona, fue mi primera vez en tirarme a las calles por algo en lo que realmente creo, y ambas experiencias fueron placenteras, tanto por la admiración que me causó la ciudad y su gente como por el sentido del deber cumplido. Puede que incluso le pille el gusto a esto, sea como fuere tengo claro que volveré a Barcelona, con pancarta o sin pancarta, con bandera o sin ella, pero a buen seguro que no necesitaré pasaporte por mucho que se empeñen Puigdemont, su grupo de secesionistas descerebrados y los violentos que rodearon el parlamento.

Fue la primera vez que Barcelona acogió a más de un millón de personas para luchar por sus legítimos derechos, para demostrar su deseo de vivir en paz, y para gritar alto y claro que seguirá perteneciendo a una España que la ama. Espero que Barcelona también le haya cogido el gusto y repita cuantas veces necesite.

A mí aún me dura el cigarrito de después.