Somos polvo de estrellas. Cada partícula de nuestro organismo procede del estallido sucesivo de soles remotos cuyo ciclo de vida llegó a su fin. Es una expresión que debemos a Carl Sagan y que a mí me parece arrebatadoramente poética, aunque habrá quien la encuentre descorazonadora. En cualquier caso, es algo que debería darnos una cierta perspectiva de nuestro mundo. Sabemos desde la década de los 20 que el Universo está en expansión a partir de un Big bang primigenio, y que nuestra galaxia no es la única sino que hay infinidad de ellas; las estrellas se cuentan por miles de millones. La idea de explorar y cartografiar un Universo semejante parece una quimera. Aun así, en 2012, la sonda Voyager 1 se convirtió en la primera nave en salir del sistema solar; había sido lanzada al espacio en 1977. En 1990 tomó una instantánea de nuestro planeta desde más de 6000 millones de kilómetros; a esa distancia, la Tierra no era más que «un punto azul pálido», «una mota de polvo suspendida en un rayo de luz», según Sagan.

Ahora mismo hay radiotelescopios que apuntan a lo más profundo del Cosmos. La ciencia nos permite afrontar los retos que se presentan a nuestro mundo, siempre con el contrapeso de la ética para acotar la legitimidad de nuestras actuaciones, cada vez más amenazadoras para nuestro frágil medio, para el que no hay recambio. Otros, mientras, miran con lupa la toponimia de mapas medievales, no con ánimo científico sino con el interés de refutar tesis ajenas; en vez de leer a Hubble, Einstein o Hawking, trastean viejos baúles en busca del árbol genealógico de Wifredo el Velloso o las escrituras de propiedad de Isabel de Castilla. En un futuro cercano, puede que dos países se disputen el caudal del Ebro. Pero quizá para entonces ya no haya nada por lo que pelear, pues los ríos se secan inexorablemente. Nuestra especie tiene un extraño sentido de lo urgente.

*Luis Ruiz Padrón es arquitecto