Se está acabando el puente y siente uno una punzada como de melancolía. Ya pasará. Aún es mediodía y el camarero pareciera dispuesto, un punto locuaz, vivaracho, maqueado; el mediodía se precipita encima y aún con el regusto del café y el embotamiento por las muchas horas de sueño conviene ir pensando en qué vino aterrizará en la mesa. A veces uno no sabe por qué y el día se pone Albariño o se pone Rueda o tal vez aparece una nube que nos anuncia que lo propio es caldo de uva mencía.

Sobre otra mesa, en casa, descansa un libro que recopila las crónicas de Pla, Chaves Nogales y José Díaz Fernández en Asturias. 1934. Libros del Asteroide. Aún hay gente que se pregunta qué es periodismo. Y tú me lo preguntas. Periodismo es ir a una revolución, volver y contarlo. Hoy en día no hace falta volver. Lo cuentas con el ordenata in situ.

La comida y la perspectiva del libro nos abotargan, que es verbo poco utilizado pese al abotargamiento general que padecemos. De lo que es lealtad a un país, por ejemplo. De lo que es el sentido común y político. Tiene acento suavemente foráneo el camarero, que va laborioso de mesa en mesa atendiendo provectas parejas, zangolotinos adolescentes, señorones de los madriles, andaluces de interior. Un par de petrimetres piden aceitunas. «Me conmueve el heroísmo de esos mineros que, sin pensar si van a ser secundados, se lanzan a pelear por una idea que va dejando de ser una utopía, sin pensar si son bien o mal dirigidos, ofreciéndole a la revolución la vida, porque es lo único que tienen», escribió José Díaz Fernández. Uno se siente un tanto culpable de no haber conocido revoluciones. No digamos ya de no haberlas provocado o haber participado en una. Tenemos gente en Cataluña que se ve en una revolución y por eso agita más el ambiente pensando que es una ocasión que no pueden dejar pasar. Javier Sardá lo definió bien: hay jóvenes en un Portaventura de la revolución que salen excitadísimos a la calle. Pescado a la parrilla. Mar plato. Si acaso, pañuelitos, como Alberti definía esas espumas blancas, residuos de olas, que a la mar en el lomo a veces le salen. No hay hidropedales en la orilla. A saber si es una industria en declive.

Vamos pensando los comensales en alegre comandita o camaradería en si el próximo festivo cae bien para hacer puente o no. Ya hay mantecados en los supermercados apunta un fino observador. A veces hago la compra tan ensimismado que no logro llegar a los embutidos. La variedad de yogures es tal que pudiera haber uno con sabor a mí. Persiste la funesta manía en la hostelería de bañar de sirope la tarta de queso.

Caminata breve, si es que no es contradictorio el término, al acabar el almuerzo. Me enternecen esas señoras que tratan de cambiarse el bañador envolviéndose en una toalla. La operación suele ser larga, algo torpona, fallida en su apetecido resultado. O sea, cachete al aire que nadie mira.

Anochece más temprano. En algunas zonas de Asturias en el 34 acuñaron durante la revolución moneda propia. Hay cena fría y entra por la ventana el rumor de chavaleria que se dirige al centro. A los bares o al amor, a la noche de sábado, a la risa y la embriaguez. Me pregunto si tienen ganas de revolución o de cubata y móvil nuevo.