Desde que con apenas veinte años pisé por primera vez tierras catalanas, en un viaje que tuvo mucho de iniciático en aquellos primeros momentos de la transición, recién muerto Franco; Cataluña, y especialmente Barcelona, han condicionado muchos aspectos de mi vida posterior. Llegué por primera vez a una Barcelona que aún se parecía por entonces a un relato de Eduardo Mendoza, que a la cosmopolita y vanguardista ciudad actual que, como cualquier observador puede comprobar, más que su catalanismo muestra unas señas de identidad universales. Aquella ciudad era fabril y oscura, con una intensa actividad portuaria que impregnaba a toda la ciudad circundante, donde ya se respiraba una intensa actividad urbana, y en particular cultural, que impactaba en aquel joven andaluz que hasta ese momento poco había salido de su tierra.

Aquello supuso un choque y un contraste muy positivo para un andaluz de una Andalucía venida a menos, sobre todo tras una cruenta guerra civil y dura posguerra que había sumido a Andalucía en un letargo del que empezaba a despertar tímidamente a partir de los años 60. Málaga, aún no era la capital de la Costa del Sol, sino que recogía las migajas del turismo internacional que se desarrollaba allende Torremolinos.

Aquella Cataluña que yo recuerdo fue, sin embargo, mi particular ciudad de los prodigios, porque ya en aquella visita empezaron unos contactos que no he perdido nunca. Desde entonces, Barcelona ha sido mi ciudad preferida, a la que yo acudía de tiempo en tiempo para no perder el cordón umbilical que había creado con ella. Allí decidí proseguir estudios de posgrado años más tarde, que afianzaron mi vocación académica. Allí, en la Universidad Autónoma de Barcelona, como también en la Universidad Complutense de Madrid, están mis principales referentes académicos. Allí, en Barcelona, aprendí a amar una ciudad abierta, cosmopolita, vanguardista, incluyente, donde pude forjar muchas amistades. Allí pude comprobar también el peso y la influencia de la comunidad andaluza en la emigración catalana, más de un millón de andaluces que llevaban y que siguen llevando abiertamente a Andalucía en el corazón y en sus manifestaciones sociales y públicas. Allí, en aquel contexto, sería José Rodríguez Acosta el primer diputado andalucista en el parlamento catalán, y la voz de los andaluces.

Hoy, yo mismo tengo allí familia, que aspira como todos los andaluces a seguir viviendo en armonía en una Cataluña que es un crisol de pueblos y de culturas. Catalanes y andaluces están más cerca de lo que se creen. Unos y otros forman parte de la realidad sociológica de ambos pueblos, porque la hibridación cultural es una realidad incuestionable, pese al empeño de aquellos que defienden los ocho apellidos catalanes, que no es sino una falacia del independentismo y de los charnegos que ocultan su verdadero origen.

Según datos de la población catalana de 2016, los apellidos más frecuentes en Cataluña son García, Martínez, y López, y los veinte siguientes siguen siendo apellidos del mismo origen, que se repiten por igual en toda España, y que muestra un tronco común. Pero también muchos de los antepasados de los políticos catalanes actuales son de fuera de Cataluña, muchos de ellos andaluces. Lo que muestra la movilidad de la sociedad española y su mezcla.

Los antepasados andaluces del propio Carles Puigdemont, nieto y bisnieto de jiennenses y almerienses; de José Montilla, que es andaluz de Iznájar (Córdoba); de Gabriel Rufián, hijo y nieto de jiennenses y granadinos; de Inés Arrimadas, que es andaluza de Jerez de la Frontera (Cádiz); o de Albert Rivera, hijo de barcelonés y malagueña de Cútar; y de muchos otros que tienen algunas raíces no catalanas (Pasqual Maragall, Miquel Lupiáñez, etc.), son una muestra de esto que decimos. Como catalanes son algunos de los antepasados del expresidente andaluz, Manuel Chaves, nacido en Ceuta. En 2010, La Vanguardia de 9 de abril, escribía que 1.100.000 catalanes descienden de andaluces, debido a la emigración masiva de los años 50 y 60.

Muchos han sido también los catalanes afincados en Andalucía, dedicados a actividades comerciales e industriales, que se han integrado perfectamente en nustro tejido social y productivo, contribuyendo con su trabajo a la mejora de nuestra tierra. España es esto, como Andalucía y Cataluña, como Andaluña y Catalucía, un territorio mestizo desde siglos, al que ni escapa Cataluña, ni siquiera el País Vasco, donde también muchos andaluces han hecho su hogar. Pueblos españoles que no solo se han extendido por toda la piel de toro, sino también por América y por el resto del mundo, dejando su impronta de vascos, de catalanes, de andaluces, de gallegos, pero también de españoles. Como ser gallego, que es, por ejemplo, sinónimo de lo español en muchos puntos del continente americano.

Josep Pla, escritor controvertido para el pujolismo, pero recuperado por numerosas figuras de las letras catalanes de la actualidad, decía que su país era el Ampurdán y Cataluña, y España y Europa, y lo que llamamos Occidente. Como Blas Infante, Andalucía por sí, para España y la Humanidad.

Otro catalán, Antoni Jutglar, uno de los historiadores críticos más importantes de España, ya fallecido, natural de Barcelona, y que fuera catedrático de la Universidad de Málaga, muy recordado entre nosotros, reivindicaba en La España que no pudo ser (1983), una España federal y social, que permitiera el encaje justo y solidario de los territorios que componen España.

Nada tiene hoy mayor vigencia.

*Juan Antonio García Galindo es Vicerrector de Política Institucional de la Universidad de Málaga