El teatro se nos ha hecho tarde. Todas las máscaras han representado en verso y en prosa el monólogo de Hamlet. Telón arriba, telón abajo, las banderas enmarcando su dramaturgia, y la sombra de un coche negro cruzando por dentro del escenario. Igual que en aquellas madrugadas oscuras de la memoria en las que, además de vidas anónimas, se ejecutaban poetas, o los poetas cruzaban fronteras para morirse en una pensión a solas. O a exiliarse en la tristeza de un poema aislado entre la sal y el horizonte. Es lo que tiene el teatro: nos muestra lo que esconden nuestras entrañas, el reflejo de lo que somos, lo que oculta la región secreta de nuestros silencios, y esa querencia tan humana de tener miedo a enfrentarnos a nuestros fantasmas, por mucho que levantemos en la mano y contra los otros una calavera como sortilegio o como agravio. Qué cosa tan curiosa que nos guste tanto escenificar identidades disfrazadas, pasiones de amor y celos, ambiciones de poder -por el que pagar un precio despreciable-, soledades de viaje o desasosiego, y venganzas emboscadas desde un inventario de heridas. La catarsis del teatro como representación de los sentimientos y sus consecuencias, y que poco hemos aprendido de sus enseñanzas. Lo hemos demostrado estos días en las tablas de la calle con escenas de tragedia y de esperpento recaudando aplausos, con demanda de fiereza y piel de nuevos actos con diálogo en duelo haciéndose cada más tarde.

Cuánto nos agita y nos mueve la teatralidad y sus representaciones, pero que poco acudimos a verlo en sus escenarios civilizados: el Festival de Temporada Alta donde se espera El Cyrano de Lluís Homar; el Cuyás de Las Palmas en el que Alberto Conejero estrena Todas las noches de un día; el Alfil madrileño donde cada sábado cosecha éxitos Clímax de Alejandro Melero; el Español con Una habitación propia de Virginia Woolf, o el Pavón Kamikaze que presenta Smoking Room de Roger Gual, quince años después de que triunfase en el Festival de Cine de Málaga su ácido conflicto de humo y mezquindad en una oficina. Tragedias y dramas, psicología y naturalezas humanas, diablo y alma, orladas por una luz de la que nunca aprendemos el afán de su trastienda, el secreto entre bambalinas. Está claro, el teatro nos condena repetir sus historias.

Menos mal que también su género tiene, como en Málaga precisamente, el reverso de la risa en 15 metros cuadrados por quince minutos para quince espectadores. Lo justo para que el teatro sea el tiempo perfecto de una copa con la que esperar un afecto, o salirnos del tiempo sin miedo a perdernos. Y de paso refugiarnos, a través de la conjura de la sonrisa abierta y sonora del hartazgo, del orgullo, del delito y de cualquier patria en la que darse la mano o deslumbrarse los labios, desde el lado contrario, sea una clandestina felicidad sospechosa de no tener ideología.

Qué bien, que fortuna, contra tanto corifeo de Shakespeare y romance de lobos de Valle-Inclán, tener un Microteatro de sótano con talento profesional y de casa, y a buen precio una sesión golfa. La idea fue de un médico que llegó a la cultura desde fuera. O no tanto porque Gonzalo Campos Suárez es hijo de un estupendo novelista y caballero de lo culto y lo sereno, Juan Campos Reina, y hermano de un poeta, Álvaro, que templa la ausencia al igual que el tiempo en sutileza y filosofía. Además de hijo de una amante del teatro a la que siempre acompañó en los estrenos del Cervantes. Es evidente que su aventura no es el sueño repentino que montó con un amigo del colegio y guionista reconocido como Daniel Corpas. Microteatro Málaga sólo tiene de romanticismo el espíritu, el esfuerzo y el talento con el que Gonzalo Campos lleva cuatro temporadas ofreciendo, sin más ayuda económica que la de Fundación Unicaja, diez obras al mes en pases de jueves a domingo, con el respaldo de maestros de la dramaturgia como Sanchís Sinisterra, Alfonso Zurro, Juan Mayorga, y el empuje excelente de autores como Alberto Conejero, Premio Max por La Piel oscura, Sergio Peris Mencheta, José Moreno Arenas o Denise Despeyroux entre otras voces de las que renace un teatro que ilumina el túnel por el que caminamos, sin saber a qué destino nos vamos incorporando; que nos devuelve la dicha de respirar hacia dentro la vida con una chispa acuosa en los ojos; y continúa enseñándonos el coraje de ser personas y palabra, diálogo y gestos, por encima de las emociones precipitadas y a pie de los abismos.

Quince minutos en quince metros cuadrados frente a dos actores de comedia negra o risa desenfadada, sin bajar el ritmo interpretativo ni perderle a las quince personas del público la cara de una pieza que toca el aliento, convierte a cada espectador en figurante y en termómetro sin truco el examen del actor que se expone, se derrama, se crece o fracasa. Lo han experimentado jóvenes y curtidos actores como Eduardo Duro, Elena de Cara, Juan Antonio Hidalgo, Rocío Madrid, Virginia Nölting, Paula Orejudo o Noemí Ruiz que también han interpretado adaptaciones literarias de Lorenzo Silva, Andrés Neuman, Juanma Bajo Ulloa, y de dramaturgos malagueños como Pablo Bujalance, Juan Hurtado o Nacho Albert, recientemente fallecido en plenitud de vitalidad creativa. Una oferta que Microteatro enriquece con obras de noviembre de Remedios Zafra, Pilar Adón, Isabel Bono, Lola López Mondéjar o Cristina Consuegra, dedicadas a la Igualdad o contra la Violencia de Género. Sin olvidar sus funciones infantiles familiares y el estreno de Bella, protagonizada por Lorena Mérida, una actriz con síndrome Down. Cuatro euros por pase y una ronda no son suficientes para mantener una empresa que contribuye a crear público, aunque éste, el malagueño, como dice Gonzalo Campos, «lo pruebe siempre todo pero repita muy poco». Algo extraño en una ciudad con una Escuela de Arte Dramático y un largo historial de compañías y nombres de reconocido prestigio como Ara Teatro, Teatro Estable, Antonio Banderas, María Barranco, Miguel Romero Esteo, Rafael Torán, Miguel Gallego, Diego Guzmán, Mercedes León, Adelfa Soto, la Sala Gades, los teatros Echegaray, Cervantes y Cánovas, y un Festival anual con una buena programación. Mucho escenario en un presente económicamente estrecho en el que las iniciativas privadas más pequeñas como Microteatro deberían tener más ayudas por parte del Ayuntamiento y de entidades privadas. Entre otras cosas porque la cultura no es gratis como se empeñan las Noches en Blanco y del Maf de las actuaciones paralelas de la cita con el cine español e hispanoamericano que animan la ciudad con barra libre de ofertas.

La cultura es un trabajo y un producto. No entendemos sus trabajadores esa tendencia de las instituciones a que se les regalen las ideas y sus ejecuciones. No vive de taquilla el teatro ni sus profesionales. Tampoco las subscripciones tienen volumen de alas para que muchos proyectos se sostengan o remonten emprendedores. No es fácil para nadie. Libreros, galeristas, escritores, artistas, andan sobre el alambre con una pértiga creativa y frágil y un pie de pájaro entre una estrecha línea de aire y vértigo. Pero quizás sea más heroico para los teatros por lo difícil que resulta sacar a la gente de las televisiones y de las pantallas que son su casa, llevarlos a la calle y meterlos en un patio de butacas o un sótano donde su realidad o aquella de la que se esconden se la interpretan otros exigiéndoles que la miren a los ojos. Una épica del género que se reinventa en la manera de contar los viejos textos, transformando habitaciones de hotel en pequeños escenarios, al convertir quince minutos en una terapia de risa, o una cita a ciegas en la que cualquier cosa suceda. 15 metros cuadrados donde la vida, los miedos, los sueños, todo está tan cerca que de verdad el teatro es un espejo de frente. Atrévete y entra.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es