Era temprano. Demasiado temprano, quizá. No para el local, que desde 1868 no se ha movido del sitio, ni de su actividad como café, excepto en los dos periodos de guerra. El camarero se quedó ojiplático al verme entrar adherido de frío. Cosa normal aquí. Lo del frío a esas horas, digo. Estoy convencido de que el camarero no entonó lo de "estamos aún cerrados" más por misericordia que por ser cliente habitual. Fuera, además de frío, oscuridad en estado puro y lluvia torrencial. Diríase que no caían gotas, sino cuerdas de agua largadas por un iracundo ejército de nubes. Cuando el camarero se acercó y le pedí un café expreso doble, acerté a oír como la máquina de café, una veterana Pavoni de 1926, expresaba un quejido. Lógico, era demasiado temprano para tan provecta edad.

-En seguida, señor. Tardará un poquito, porque la máquina está calentándose -me dijo el camarero.

Mientras esperaba reparé en el local con ojos nuevos. Nunca había estado allí como único ejemplar de cliente. Reparé, sobre todo, en sus mesas. Veintinueve en total. Algunas las originales de su apertura. Casi todas distintas. Distintos tamaños, distintas formas, distintas alturas y colores, dotaban de identidad picassiana al conjunto del local, a pesar de su pedigrí modernista, tan exquisito como románticamente caduco. Las miré una a una y tome consciencia de la ingente cantidad de mundos internos que cada mesa habría compartido con sus usuarios. Millones de mundos, sin duda. De hecho, si hubiéramos de definir cuál es el punto de encuentro por excelencia de los seres humanos, seguro que convendríamos que es la mesa. La mesa es el adminículo más universal de que dispone el hombre para el encuentro y el desencuentro. La mesa, en sus infinitas manifestaciones, forma parte de la cotidianidad humana. Si tuviéramos que establecer una definición académica inclusiva que expresara uno a uno todos los posibles usos de la mesa, seguro que la lista sería infinita. Por eso, mientras esperaba mi café, me hice una pregunta trascendente, ¿para qué no servirá una mesa...?

Mesa es un hiperónimo de tal calado que si no lleva un apellido añadido es probable que ninguno comprendamos claramente el mensaje. Hay mesas electorales, de blackjack, de escritorio, de corte, de billar, de cartas, de juntas, de autopsia... Hay tantas clases que hasta puede que cada cosa tenga su propia mesa. Brahms, de hecho, usaba la suya para refinar sus obras: Componer no es difícil, lo difícil es dejar caer las notas superfluas bajo la mesa, decía.

Por ejemplo, ¿quién no ha visto a una madre cambiar a su bebé sobre las mesas previstas para tal fin en algunos servicios públicos? ¿Y quién no vio a Jack Nicholson, en El cartero llama dos veces, respondiendo con ardor vehemente a la llamada del sexo con una Jessica Lange, que, tumbada sobre la mesa de la cocina y rebozada en harina, era la viva imagen de la lascivia hecha carne? Hay mesas para cambiar bebés y mesas para engendrarlos. Hay mesas de muerte, como las mesas de guerra de los estados mayores de los ejércitos, y mesas de vida, como las de los paritorios.

El protagonismo de la mesa ha sido tal a lo largo de la historia que hasta la Academia hubo de rendirse a lo que al principio solo era un vicio lingüístico. Desde entonces y hasta nuestros días, cuando hablamos de mesa -de negociación, del congreso, del senado, del convenio...-, no hablamos de la mesa como adminículo, sino de individuos cuyos actos, hasta bienintencionados a veces, terminan demostrando que las suyas son mesas en las que sobran patas y falta cerebro. También hay mesas del turismo, autonómicas y municipales, a las que me referiré otro día.

La Academia pronto habrá de incorporar una nueva acepción, para evitar rechinamientos indeseables. Actualmente el vicio moderno va de "sentarse en la mesa". Si mis abuelas levantaran la cabeza habría pescozones a tutiplén. Dice la voz popular:

-¡Que se sienten en la mesa a negociar. Sí eso, eso, que se sienten ya...!

Y yo me pregunto, ¿para qué? Total, si cuando lo hacen solo vale para dar fe de que aún no han comprendido que el fin último de la discusión no es vencer, sino progresar.

Sí, a veces la estupidez es inmarcesible, como las flores de mármol.

Y en esto estaba yo cuando llegó mi café...