He aquí un fenómeno que tendrán que estudiar los psicólogos y los sociólogos del futuro (y quizá también los investigadores especializados en fenómenos paranormales): ¿cómo es posible que miles y miles de personas de alto nivel cultural -profesores universitarios, abogados, catedráticos, ingenieros, arquitectos, poetas, economistas- llegaran a estar convencidos de que todo el mundo aceptaría la independencia unilateral de Cataluña? ¿Cómo es posible que esas personas desoyeran todas las declaraciones de los políticos europeos que negaban la posibilidad de una independencia unilateral? ¿Qué pasó en las mentes de todas esas personas, por lo demás inteligentes y capacitadas? ¿Y cómo es posible que esos miles y miles de ciudadanos cultos y prósperos, que vivían en una sociedad dotada de los más altos niveles de libertad política que se conocen en el mundo, acabaran comportándose como miembros de la secta de los raelianos, ese pintoresco credo que anuncia la llegada inminente de los extraterrestres? O peor aún, ¿qué les llevó a sufrir unos niveles de alucinación colectiva comparables a los 900 miembros del Templo del Pueblo del reverendo Jim Jones que se suicidaron en la Guayana? ¿Qué pasó en su mente? ¿Qué ocurrió? Se me ocurren tres hipótesis. La primera tiene que ver con lo que el viejo Freud definió como el principio de realidad y el principio de placer que rigen el funcionamiento de nuestra mente. El principio de placer sólo busca la satisfacción inmediata de nuestros instintos; en cambio, el principio de realidad actúa como principio regulador y somete la búsqueda de la satisfacción a las condiciones impuestas por el mundo exterior. El principio de placer es puramente emocional, mientras que el principio de realidad exige un control racional de la conducta. Pues bien, está claro que millones de personas en Cataluña se han dejado llevar por el principio de placer y se han olvidado por completo del principio de realidad. Si los líderes europeos repetían que no iban a reconocer una declaración unilateral de independencia, ellos reaccionaban diciendo que eso no era verdad. Si alguien avisaba de que el Barça no podría jugar en la liga española, ellos respondían que el Barça jugaría en la liga que le diera la gana. Y si los responsables del Consejo Europeo decían que la independencia supondría la salida de la Unión Europea y del euro, ellos lo rebatían con el argumento de que Cataluña ya formaba parte de la Unión Europea y del euro, de modo que jamás en la vida podría ser expulsada. Cualquier cosa con tal de negar las evidencias del principio de realidad en beneficio de los reconfortantes delirios del principio de placer. Ahora bien, para que esto haya sido posible hay que contar con un segundo elemento: una formidable maquinaria de intoxicación informativa puesta al servicio de la mayor campaña de mentiras que hemos conocido en nuestra época. Trump con sus verdades alternativas es un simple aprendiz al lado de lo que ha ocurrido en los medios de comunicación controlados por la Generalitat. Y no hay que olvidar los miles de tuiteros, quizá subvencionados -eso habrá que investigarlo algún día-, que se pasan las 24 horas difundiendo las mentiras institucionales y atacando a todos los que se atreven a contradecirlas. El día que se sepa cuánto dinero ha gastado la Generalitat en agit-prop informativo -es decir, en agitación y propaganda según la vieja fórmula bolchevique- nos vamos a reír todos los que todavía creemos que una de las funciones esenciales del Estado es atender a los más débiles: los dependientes, los enfermos crónicos, los alumnos con problemas de aprendizaje, los más desfavorecidos. Y por desgracia hay que incluir dentro del poderosísimo aparato de propaganda a miles y miles de profesores que se han dedicado de forma sistemática a falsificar la verdad y a establecer como verdades incuestionables lo que no eran nada más que un cúmulo monstruoso de mentiras. La primera, que Cataluña fue ocupada militarmente por los castellanos en 1714. La segunda, que la Guerra Civil fue una guerra entre España y Cataluña. Y por último hay que contar con el tercer elemento: el terrible narcisismo de miles y miles de jóvenes que han crecido en un mundo en el que nadie -ni padres ni profesores- se ha atrevido nunca a decirles que no, y en el que además los contornos sólidos de la realidad se han desvanecido en el universo líquido de Twitter e Instagram. Y el gran reto del futuro es saber qué va a hacer la democracia representativa y el estado de Derecho -el único instrumento social que protege los derechos de las minorías y de los más desfavorecidos- en este nuevo mundo en ebullición en el que se mezclan las alucinaciones colectivas, las mentiras más monstruosas de la propaganda y el narcisismo de unas nuevas generaciones que se consideran el centro del universo y que prefieren considerarse víctimas de algo, lo que sea, antes que ciudadanos con derechos y deberes iguales para todos.