A Bilbao hace unas décadas le pareció buena idea revolucionar la ciudad desde el urbanismo. Muchas ciudades hicieron algo así pero ninguna como Bilbao. El pelotazo llevó a las urbes a poner todos los huecos en la misma cesta: construir para tratar de ganar dinero y seguir construyendo. Una burbuja insostenible. En Bilbao, sin embargo, antepusieron los intereses de futuro ante el cortoplacismo. Y eso que hace 20 años de la inauguración de aquella locura que hoy es el motor económico de la zona: el Museo Guggenheim. Aquel bicho inmenso, tildado de innecesario y criticado por su fisonomía irregular, es hoy mucho más que unas planchas de metal incomprensibles. El Guggenheim es la punta de lanza de una transformación absoluta de modelo de ciudad: de la industrial y oscura a la viva y cultural. No sé si has visto el spot del vigésimo aniversario en el que aparecen los grandes arquitectos del Euskalduna, el nuevo San Mamés o la torre Iberdrola.

Siento envidia. Envidia de la mala. Porque en Málaga César Pelli se llama José Seguí; Frank Gehry se llama José Seguí y César Azcárate se llama José Seguí. En Málaga no hay forma de dar la vuelta al calcetín. Bilbao se ha convertido en la gran ciudad de los congresos gracias a la apuesta de las administraciones. En Málaga hicimos un pequeño Palacio de Congresos que demasiado está dando de sí. Y me pongo rojo de envidia cuando veo ese estadio de San Mamés y me da por comparar nuestro campito en los huesos; o cuando veo una cicatriz como la Ría suturada de forma inigualable y la comparo con el skate park y el polideportivo del Guadalmedina. En Málaga nunca nadie ha apostado por crear un modelo claro de ciudad. Ni los sucesivos ayuntamientos, cómplices del atentado urbanístico del Perchel o la Coracha ni la Junta de Andalucía, siempre tijereteando y llenándose la boca de promesas vacías.