Sigue pues el calvario hacia adelante. Con esa fragilidad paradójica que tienen los soluciones y los caminos abiertos a manotazos. La morosidad imperdonable, el haberse dedicado durante años a dar de comer al monstruo. A Cataluña acaso le queda la vía de Andorra, mandarle una postal a Francia y poner una decena de estancos y una gasolinera. Y, mientras tanto, todo se llena de nostalgia, de bronca, nostalgia de la bronca, que es el estado gaseoso al que a menudo tienden las sociedades civiles después de haber superado en su evolución la fase romántica, la del enemigo corporeizado, ya sea un dictador o un pueblo invasor. Pero invasor de veras. Una vez muerto Franco-ya era hora- y con Aznar en modo running, quedaban al mismo tiempo muchas y pocas opciones; Rajoy y Mas son líderes descafeinados hasta como oponentes y los recortes, aún siendo la única vía sensata y loable, siguen representando abstracciones que, aunque afectándonos a todos, forman parte a nivel estético del patrimonio exclusivo de la izquierda.

Hacía falta mentar a la patria, trazar puentes interclasistas. Y, en eso, con la identidad, la ansiedad concubina del nosotros frente a la ajenidad hostil, ya se tenían mimbres y pañitos para cumplir con las latencias de mayo del 68. Cada generación, cada división social, necesita su artificio, su revuelta. No ha habido en la historia del siglo XX ningún producto, ningún ungüento vertebrador más eficaz que el de la insurrección, que el del erotismo del rebelde. Más prestigioso aún cuanto más injusto, cuanto más necio y totalitario es el enemigo del pueblo. Reconozco que a mí todo esto me pilla un poco a trasmano; entiendo la necesidad de protestar, de hecho, cada día es más prioritaria, y lo hago, y protesto, pero personalmente preferiría no hacerlo.

No experimento ningún placer, no me divierte; es un sacrificio que uno le dedica a su tiempo, a dejar constancia del asco que le provocan ciertas políticas cínicas, con consecuencias y opresiones reales sobre la vida real de la gente. Sin embargo, ahí está el romanticismo frívolo, de bodega.

Se aprecia en el fútbol, como sustituto burgués de la guerra. Y, de manera más irresponsable, en el soberanismo, entregado verbalmente una y otra vez el pecado impúdico de comparar sus quejas identitarias de salón con el sufrimiento de pueblos como Lituania, Kosovo o la propia España y Cataluña de Franco. A Rajoy tampoco le ha ido mal con la vis sentimental. Y no es del todo ni tan reactivo ni tan indolente. Agobiado por la corrupción, por la tiranía de los recortes, el Gobierno necesitaba ganar metros en el terreno emocional. Y en ese punto, la derecha siempre ha tenido un problema, porque lo hace de manera Ultra Sur y a contracorriente, sabedora de que en esa dimensión la expendeduría cierra pronto y pertenece, además, históricamente a la izquierda. Ha hecho lo único que siempre hizo en estas lides: sacar el viejo trapo, la bandera. En esta situación no hay nadie inocente.

La política es sentimiento. Y tanto el independentismo como el PP llevan alimentando la red de araña de manera deliberada desde que arrancó la crisis. Lo decía Antonio Maíllo, uno de los pocos políticos que aún merecen la pena: ojalá toda esa gente siga ahí, con o sin bandera, cuando arruinen un edifico histórico, cuando nos arrebaten derechos básicos e inalienables, en Cataluña y en España. Pero, claro, nada más tentador que sentirse pueblo, que el adversario temible y, por lo demás, ficticio. Los que vienen a jodernos, los monstruos, los bárbaros.