Si algo no perdono a los independentistas, además de su insolidaridad, es que con sus acciones temerarias han hecho aflorar los peores sentimientos también en la otra parte.

La sinrazón nacionalista ha resucitado en muchos del otro lado el viejo fantasma de la intolerancia, ese vicio tan inveterado entre nosotros y que tantas desgracias ha traído al país.

El fanatismo secesionista, ése que hace decir a algunos catalanes que no les importa comer piedras con tal de conseguir la independencia, encuentra su imagen especular en la intolerancia de los españolistas a marchamartillo.

Si los radicales del otro lado del Ebro dividen a la población en buenos o malos catalanes, según que estén o no de acuerdo con sus ambiciones secesionistas, también aquí parece que se nos divida en buenos o malos españoles, según sea nuestra posición con respecto a la unidad de España.

Si uno repasa estos días la prensa de Madrid, incluido algún diario que presume de liberal, veremos cómo en sus editoriales y artículos de opinión no se admite la mínima fisura en el apoyo a la contundente respuesta del Gobierno del PP al desafío secesionista.

Quienes osan poner en cuestión que la toma del control del Gobierno catalán por el de Madrid vaya a resolver las cosas, se ven inmediatamente acusados de "complicidad" con el independentismo e incluso directamente de "traición".

Aquí no valen los matices; aquí, como allí, no es lícito discutir nada, sino que se exige patriotismo y lealtad. Y si allí el pueblo canta "L´Estaca", aquí, a falta de algo mejor, muchos, tal vez demasiados corean el "Que viva España".

Pues no. Aunque le acusen injustamente de equidistancia, uno se permite disentir de las posturas radicales de una y otra parte porque está convencido de que los problemas, incluso los más difíciles sólo se resuelven dialogando.

Hay demasiados pirómanos por conveniencia aquí y allá. Y muy pocos, por desgracia, dispuestos a apagar el fuego antes de que termine quemándolo todo.

Dicen aquéllos que no se sentarán a discutir otra cosa que no sea la independencia, y afirman éstos que no dialogarán con nadie que se haya situado fuera de la Constitución.

Es lo que se llama un "diálogo de sordos". ¿Por qué no les regalamos a ambos una trompetilla para que puedan escuchar las razones del contrario?

Tal vez, por difícil que parezca, terminen encontrando algo en común. Y toda España y Europa se lo agradecerán eternamente.