Octubre y marzo son meses mellizos que caminan en sentido opuesto. Y como pasa algunas veces con los mellizos, resultan casi idénticos, se visten igual y juegan a la confusión del uno con el otro. Son iguales sus mañanas y la tonalidad de la luz. En las tardes flota el mismo oro molido en el ambiente y el sol, cuando se pone, tiene ese algo de trono en llamas que me gusta tanto.

Quizás por esa semejanza como de espejo que tienen octubre y marzo aprovechan nuestras autoridades para movernos el tiempo, devolviéndonos en uno lo que en otro nos escamotearon. La cosa es no estarse quietos, andar enredando con las cosas que no deberían ser nunca trasteadas, de tan frágiles y tan sensibles. Pero se empeñan en que toque ahora el día de octubre en que tendremos una hora de más, la furtiva madrugada en la que los relojes caminarán hacia atrás, en un regreso al pasado de mentirijillas, de baratillo y estraperlo.

Más de una vez he recordado aquí aquel deseo del gran César Vallejo de guardar «un día, para cuando no haya», y ahora, de pronto, nos vienen con una subrepticia hora que nos tenían guardada desde la primavera, desde una madrugada de marzo que era idéntica a cualquier madrugada de octubre, y nos la devuelven para que la gastemos en sueño, o en despiste, porque a mí, como a muchos, esto de andar adelantando y atrasando el reloj nada más que me sirve para descomponer mis quebradizos biorritmos.

De resultas de todo esto, el domingo tendrá una hora de más. Pero, lejos de ser una ventaja, es un descalabro. Un domingo con una hora de más es del mismo tamaño que el color gris. La tarde de un domingo con una hora de más es aún más interminable, más arisca, más obtusa. Yo comprendo, como cualquiera, que hay un momento del año en que nos despertamos con un garabato de frío en el costado, en que el verano dimite y los árboles se mecen con una brisa distinta que acentúa los silencios, y entonces te das cuenta de que es la misma ventana, la misma hora en el reloj, y sin embargo ya nada es igual. Y tienes la sensación de que te han arrebatado algo importante, como cuando te sacan bruscamente de un sueño. Y a partir de ahí la luz convalece hasta hacerse de mercurio, las tardes pueden ser tristes como la voz cóncava del bronce, y en las plazas el tiempo abandona algo suyo, mitad óxido, mitad pereza, como el humor adusto de octubre y marzo. Pero para qué acentuarlo cambiando la hora, añadiendo una gota más a un vaso colmado.