Cuando se vive en un mundo ficticio, el choque con la realidad suele tener efectos colosales, ya que se calculan mal las consecuencias de lo que se ignora o se conoce só- lo en forma de caricatura. La realidad, en este sentido, tiene la dureza de un mineral, que puede permanecer oculta durante mucho tiempo bajo los escombros del ruido y la ficción, pero que -una vez despejado el camino- aparece de nuevo con la fuerza de los hechos. Y los hechos tienden a ser tozudos, inamovibles, apenas maleables. La realidad desde luego, no equivale al voluntarismo, aunque ambos se encuentren estrechamente conectados. La voluntad nos hace creer que los deseos se cumplen y que la consecuencia lógica de querer y poder consiste en hacer y conseguir. Pero el mundo real no resulta tan sencillo, entre otros motivos porque hay una cantidad innumerable de fuerzas que escapan a nuestro control y que, además, muchas veces ni siquiera podemos identificar a pesar de que actúen sobre nosotros. Los griegos creían que las leyes completaban la insuficiencia de la naturaleza humana y algo de verdad contiene esta aseveración. Sin embargo, tampoco las leyes -ni los dioses, como explica Homero en la Ilíada- pueden evitar que se imponga la realidad con todo su peso. La tragedia humana nace de estas fracturas, que se confunden a menudo con la obstinación y con una fe casi infantil en el horizonte de nuestras propias capacidades. La hybris, ese orgullo desmedido que nos invita a pensar que no hay más límites que los que nos marcamos nosotros mismos, recorre la historia de la humanidad, pavimentando el camino de fracasos personales y colectivos. La experiencia es concluyente en este punto. Vivir demasiado tiempo fuera de la realidad acarrea resultados tóxicos. A todos los niveles: moral, social, económico, político, internacional... Lo más grave es que confina la imaginación democrática al espacio angosto de la falsedad, un campo -la mentira, la posverdad- en el que nada bueno puede crecer. El tono bronco de las tertulias y del análisis público, el papel de los medios y de las redes sociales, la sentimentalización del debate intelectual que ha convertido el resentimiento en un instrumento político tendrán -de hecho, ya las tienen- consecuencias perniciosas para la convivencia. La parálisis, o la inacción, frente a problemas sustanciales que afectan a nuestro desarrollo como sociedad -y aquí el listado sería interminable: del fracaso escolar al déficit en las pensiones- irá empeorando la situación a medida que pasen los años. Un país obsesionado en consolidar unas identidades falsamente monolíticas no sólo se encierra en sí mismo, sino que deja de responder a sus necesidades más inmediatas. Nada de ello es gratuito. Al igual que tampoco será gratuito lo que hemos visto durante estos últimos meses en España y que debería hacernos reflexionar seriamente. La ruptura de la ley, la declaración de independencia, la aplicación del 155 subrayan la gravedad de lo que está sucediendo. Sus consecuencias en Cataluña y en el resto de España son ya efectivas y tardarán mucho en depurarse: en la economía, en la calidad de las instituciones, en los equilibrios parlamentarios, en la convivencia y en el reconocimiento del valor de la pluralidad. Nada de ello era previsible hace diez años. Nada de ello es merecido. Y, llegados a este punto, no quedan soluciones sencillas. La fuerza de la realidad es tremenda.