Preocupados como andamos por asuntos de menor entidad como identidades territoriales, sentimientos patrióticos y política de corto recorrido en general, ha pasado casi desapercibido el terrorífico informe anual de la Organización Meteorológica Mundial, dependiente de la ONU. Según se puede leer en ese informe, de cuyo nivel científico nadie duda (excepto retrógrados como el señor Trump), durante 2016 aumentó peligro samente la concentración en la atmósfera de dióxido de carbono (CO2), el principal gas de efecto invernadero y por lo tanto responsable del aumento de la temperatura global. Una concentración que representa nada menos que un aumento del 145% respecto de los niveles preindustriales o de cómo era el clima mundial allá por 1750. Justamente el año en el que se abolió el Tratado de Tordesillas (cuando España, 9.300.000 habitantes, y Portugal, cerca de 3.000.000, se repartieron los nuevos territorios descubiertos) muere Bach y Franklin inventa el pararrayos. Entonces el planeta era perfectamente habitable pero ahora los meteorólogos nos avisan de que «la última vez que la tierra conoció una cantidad de CO2 comparable fue hace entre tres y cinco millones de años cuando la temperatura era entre 2 y 3 grados más alta y el nivel del mar era 10 o 20 metros mayor que el actual». Unas condiciones de vida de las que los humanos modernos no tienen experiencia previa y por tanto es imposible predecir cuál va a ser su reacción. Y menos aún la de la clase política y financiera, que ha dedicado lo mejor de su esfuerzo a quitar importancia al fenómeno y a retrasar la adopción de medidas que perturben el modo de producción capitalista (o neocapitalista-marxista, como el de China). La comunidad científica viene advirtiendo del peligro desde hace tiempo. En 1979 una comisión dependiente de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos llegó a la conclusión de que el aumento de CO2 en la atmósfera estaba alterando el equilibrio energético de la Tierra y acabaría por producir importantes cambios en el clima. Los glaciares desaparecen, el hielo de los polos se derrite, la diferencia entre temperaturas diurnas y nocturnas disminuye, los animales modifican sus recorridos, las plantas anticipan su floración, los huracanes adquieren una fuerza nunca vista, las sequías adelgazan el caudal de agua de ríos y pantanos, y los océanos se acidifican. ¿Hay forma de poner remedio? Parece difícil a la vista del comportamiento de una gran potencia como EE UU respecto del cumplimiento de los acuerdos alcanzados en la Conferencia de París. Pero no hay que desesperar. Ahí tenemos el caso de la capa de ozono que nos protege de las radiaciones solares. Estaba siendo agredida por la emisión a la atmósfera de clorofluorocarbonos empleados de forma masiva como refrigerantes. La industria y la clase política se resistieron a prohibir su uso, pero al final entraron en razón.