Empecé a leer el libro con los zapatos puestos, como si tuviera que salir en un rato. A la tercera página me los quité. A la quinta, me saqué el jersey y me desabroché la camisa. A la décima, fui a la habitación y cogí una almohada para colocarla en la mesa sobre la que apoyaba los pies, pues habían comenzado a dolerme los talones. A las 50 páginas bajé al restaurante del hotel a tomarme una sopa de cebolla que estaba muy caliente y me quemó la lengua. Y no sólo la lengua, sino la boca entera. Noté que la mucosa del interior de las mejillas se desprendía de sus paredes como un papel viejo. Nunca me había ocurrido algo semejante. Me tocaba aquí y allá con la punta de la lengua y el revestimiento mucoso se convertía en una materia grumosa, condesada, como un engrudo caducado. Todo por la impaciencia de regresar a la habitación para continuar la lectura del libro.

Cuando subí, fui a lavarme los dientes. Comencé por la parte derecha, pero me pareció que estaba limpiando los dientes de otro. Habían encajado en mi rostro una boca ajena. ¡Dios mío!, exclamé con aquella lengua extraña. Volví a la salita, cogí el libro, continué leyendo después de quitarme de nuevo los zapatos, sacarme el jersey y desabrocharme la camisa. La acción era trepidante, no podía dejarlo. Pese a ello, me quedé dormido, siempre me entra el sueño después de comer. Al despertar, sentí que mis ojos tampoco eran mis ojos. Todo lo que veía lo veía para alguien. No sabría decir para quién.

Terminé el libro por la noche gracias a los ojos de ese otro para el que subrayé también algunas frases. Me dormí masticando los trozos de carne blanda que se desprendían de las paredes de mi boca, que en realidad ya no era mi boca. Desperté a las siete u ocho horas. Abrí los ojos que no me pertenecían, bostecé con la boca prestada y me dirigí al cuarto de baño con unas piernas que acababa de estrenar. Yo era otro. Me ocurre cuando viajo lejos y leo al mismo tiempo libros que implican un segundo viaje. Pedí al servicio de habitaciones un desayuno abundante y salí a caminar por la ciudad extranjera como si un alien me hubiese invadido. Tardé en volver en mí lo mismo que en volver a Madrid.