Se ha empezado a sentir en la economía. Con un escándalo nada sutil, de extensiones escamosas y viperinas. Tan claro y desalmado en sus intenciones que hasta habría provocado en Zapatero una reacción de las que rivalizan con la parte menos pachanguera de la escala Richter; algo así como un SMS ligeramente contrito y conmovedor, «oye, tú, Solbes», que ya es mucho más de lo que tuvimos en 2007, cuando hubo que sacar los cadáveres del armario y ponerle burundanga al Hispasat para que el presidente comprendiera que aquello que se veía en el horizonte no eran molinos, Sancho, ni gigantes, sino una crisis bíblica de proporciones más que putas. Ahora, la situación es otra, puede que más soft, pero igualmente densa en cuanto a tamaño, jerga y consistencia de la burbuja. De nuevo, pintan bastos. Y lo que es peor: sin que haya dado tiempo a limpiar de todo el chiringuito, como en una de esas historias de fantasía gótica en la que los demonios se van saludando y presentando a la familia mientras el pueblo, allá abajo, charlotea y agoniza. La crisis de la pasada década, digan lo que digan los economistas, tuvo un origen mafioso, de inercia tóxica y especulativa. La nueva, la que se aviene, va por otros derroteros más domésticos, que es lo que tiene que ver con Cataluña. Si nadie para el circo España sufrirá en menos de dos décadas dos grandes descalabros financieros; uno como consecuencia del ladrillo y las hipotecas basura y otro directamente por gilipollas, que es lo que suele ocurrir cuando la gente desconecta de los problemas reales y se deja guiar por intereses espúreos para crear su propio mar de las Sirtes, su enemigo ficticio. Si una cosa ha quedado clara con toda esta opereta rancia del procés y los baños de catalanidad y de españolía es que a estas alturas ya no habrá ni vencedores ni vencidos. Todos perdemos. Y el único rendimiento, aunque fugaz, será el de seguir sacando tajada política. Dentro de unos años, cuando todo esto difumine su contorno bullanguero, cobraremos conciencia material de la irresponsabilidad,de la bajeza que supone el haberse puesto a jugar al mono con dos pistolas justo en el momento más inapropiado, cuando todo peligraba y peligra. Los trabajadores, las familias, han caído en la trampa, poniendo su corazón en La Bastilla equivocada. Acudiendo con la hoz y el rifle a un frente en el que sólo hay contubernios pijos y señoritangos perfumados de casino. Simbólico lo de sus señorías del Govern votando en secreto por la revolución y la muerte por si les pilla la policía. Simbólico lo de los ministros hablando en 2007 de apretarse el cinturón mientras acudían a los colegios de pago a recoger a sus hijos. Al final siempre penan los mismos. En este caso, por gilipollas. Que ya es un motivo bastante lamentable de por sí como para convertirlo en el detonante de una crisis.