Esa tediosa paz de las tardes de domingo. Camino del lugar donde habré de escribir esto, entre gente que pasea por la calle con paraguas, empieza a culebrear el sonido de un saxofón, firme y convincente. Me acerco al lugar guarecido del que brota, instintivamente me descubro, busco una moneda, la echo, giro, me voy alejando, y, mientras gozo del jazz suave que dejo a cola, creo identificar un saludo de despedida del músico en una inflexión. La melodía sigue en mi cabeza, y me ha abierto la pista de atención a los sonidos: el de una conversación en una terraza cubierta, el de la llave al entrar en el portal, el de una pareja con un niño que habla de algo, el de mis pasos en la escalera -que hacen un tap, tap demasiado neto como para ser el habitual- el de los bulones al abrir la puerta, tan rotundo, el pomposo ¡blamm! del encendido del Mac, el de los primeros pulsos en el teclado.