El nacionalismo, como ha escrito en su audaz e inteligente manifiesto Eric Jarosinski, es entre otras muchas cosas «la idea falible de una nación infalible». Cuando alcanza la vanagloria, algo que sucede con relativa frecuencia, ofrece ejemplos trágicos a la historia como son el nacionalsocialismo o el fascismo. Eso sucede en el momento en que su rasgo definitorio, el orgullo desmedido hacia un país o nación, se acompaña de sentimientos de superioridad de un pueblo respecto de otros. Resumido en una palabra familiar para los europeos, se llama xenofobia. Otra característica del nacionalismo es creer que su planteamiento es tan virtuoso que está por encima de la ley cuando se trata de desafiar a un Estado vulnerándola constantemente, queriendo imponer sus tesis a la fuerza, sometiendo a una parte de la población que no es nacionalista sólo por la vanagloria de la pertenencia a una identidad. El nacionalismo no sólo es una idea falible, es también repugnante por excluyente, pero se trata de una forma de pensar tolerada en una democracia como la española. Ahora bien, una cosa es intentar sacar adelante un proyecto soberanista identitario dentro de un marco constitucional legal y otra distinta es delinquir. Jan Jambon, ministro de Interior belga, miembro del separatista N-VA, una de las tres fuerzas coaligadas que sustentan el gobierno de Charles Michel, dice que España ha llegado demasiado lejos anteponiendo las leyes nacionales a la convención de los Derechos Humanos y pide un pronunciamiento europeo en contra. No entiende cómo permanecen encerrados dos líderes de opinión, los Jordis, y los miembros de un Gobierno democráticamente elegido están también en prisión «por aplicar el mandato de sus electores». La suya no es sólo la visión sesgada de un nacionalista falible, es la de un loco irresponsable que no sabe o no quiere distinguir entre la defensa de las ideas políticas y el delito reiterado. El conflicto diplomático está más cerca que lejos.