No quiero compartirte más. Tú allí abajo, con tus cosas, tus gentes y tu vida alocada y siempre primaveral; yo aquí, acorralado entre carreteras y forasteros malencarados. Has convertido al egoísta en prisionero. Has abatido al personaje y has llegado a la persona. La brisa ha podido con la piedra y has entrado. Y has tenido que esperar a la distancia. Como en tus calles, el ser se ha desvanecido y ha caído al suelo para ser parte de ti hasta disolverse en ti. Porque tú eres única. Porque no tienes comparación posible ni la necesitas. Eres el verso que rima con todo; la coda a cualquier obra, a cualquier palabra, a cualquier pensamiento. Siempre ahí. Has esperado a que me fuera para decirme que siempre ibas a estar; has salido a despedirme a la estación y a decirme: «Volverás». Y volveré.

Porque yo para ti no soy nada, pero tú lo eres todo. Yo quise llevarme la vida por delante donde tú estás y quise dejarte huella. Pero mientras me afanaba en imposibles tú marcabas -me marcabas- a cuchillo. Has convertido al egoísta en prisionero. Y te echo de menos. No lo negaré. Me has hecho blando y dependiente. Me has hecho consciente de que irás siempre en mí, de que tu sol no es un sol cualquiera, ni tus calles unas calles cualesquiera...

He decidido rendirme porque te echo de menos. Porque todas las personas del verbo tienen sentido conjugadas contigo. Porque contigo la vida es más vida y la alegría... tú eres la alegría. Toda. Como para no echarte en falta. Desarmado, ya espero sentado en la estación. Deja la puerta abierta que esta noche vuelvo y tú siempre me esperas levantada.