Muchos españoles de dentro y fuera de Cataluña empiezan a sufrir el síndrome del independentismo, que consiste en recibir veinticuatro horas al día un bombardeo inclemente de noticias sobre tal asunto. Más que la heroína e incluso la marihuana, esta nueva adicción produce efectos devastadores en quienes la padecen.

Las víctimas de esta toxicomanía se caracterizan por la búsqueda obsesiva de informaciones acerca de lo que sucede en el viejo Condado. Necesitan chutarse a diario una buena dosis de Puigdemont, de Junqueras, de Rufián, de Anna Gabriel o de cualquier otro de los políticos que mantienen viva la espiral tóxica.

Su camello es Ferreras, siempre de guardia en La Sexta; aunque también se puede adquirir el producto en los programas matinales de La Cuatro, de Telecinco, de Antena 3 o de TVE. Y por supuesto en las emisiones en continuo de TV3, el canal del llamado ´procés´ que no para de abastecer de papelinas a las gentes necesitadas de esta droga emocional.

Toda esta sobredosis de catalanidad acaba por producir rechazo, naturalmente. La manifestación más extrema la ofreció días atrás el compañero de celda de Jordi Sánchez, que imploró salir del calabozo donde cumplía doble condena junto al líder de la Asamblea Nacional de Cataluña. Las autoridades penitenciarias se apiadaron del recluso tras comprobar que su colega, el tal Sánchez, no sabía hablar de otra cosa que del proceso hacia la independencia, con los graves efectos secundarios que eso produce en una persona normal.

Más difícil lo tienen aquellos que, aun no estando en prisión, sufren igualmente a diario el acoso de los periódicos, las radios, las teles y las redes sociales que ya solo hablan del kafkiano proceso a la independencia. Por más que uno lo intente, resulta imposible escapar al tema que invade la vida diaria del país. Y no solo de España.

Los efectos tóxicos del ´procés´ llegan incluso a la capital de la mismísima Unión Europea, donde el expresidente Carles Puigdemont y algunos de sus consejeros han buscado refugio de la Justicia española.

El hasta ahora jefe de la Generalitat, que goza fama -acaso injusta- de gafe ha conseguido abrir una crisis de proporciones todavía difíciles de evaluar en Bélgica. Un país levemente artificial que, como es sabido, vive en la permanente tensión entre los valones y los flamencos, dado que estos últimos aspiran a independizarse y constituir una República de Flandes por parecidas razones a las de sus colegas de Cataluña.

Es así como la evidente toxicidad del problema catalán se extiende y contamina un ámbito de suyo tan sosegado como el de la UE. Un dato que tal vez obligue a la mandamás Ángela Merkel a hacer algo antes de que el asunto se le vaya de las manos.

Lo cierto es que con Cataluña empieza a pasar lo mismo que con el fútbol. Hace ya tiempo que el vecindario -mayormente por la parte de las señoras- se queja de la emisión casi diaria de partidos por la tele. A tan abusiva ración de pelota se le ha unido ahora la constante dosis de tertulias e informativos especiales sobre lo que sucede al nordeste de la Península. Demasiado, quizá, para el correcto equilibrio psíquico de la población española y, en particular, de la catalana.

Estamos a solo un paso de que alguien se presente en una asociación de autoayuda diciendo aquello de «Hola, me llamo Paco y soy adicto a la política». Y a ver quién le arregla lo suyo al toxicómano.