Borges se imaginaba el paraíso como una interminable biblioteca, pero a mí me gusta más imaginármelo como una ciudad llena de librerías abiertas y gentiles. Las librerías tienen otra forma de vida, una manera de dar alegría y gracia al hecho de andar entre libros. Por eso siempre me han gustado más que las bibliotecas. Tienen las bibliotecas un no sé qué de templo, de lugar de culto, un algo eclesial que me cohíbe un poco, con su silencio necesario pero intimidante. Cuando voy a las bibliotecas tengo la sensación de que voy a rezar o a hacerme perdonar pecados que quizás no cometí, y ando por ellas de puntillas, temiendo siempre hacer ruido, ser amonestado.

Pero las librerías son otra cosa. Hoy, que celebran su día, me he dado cuenta de que no puedo acordarme de cuál fue la primera que pisé ni del primer libro que compré. Me recuerdo, sí, con pocos años, siete u ocho todo lo más, reuniendo la paga de varios sábados para ir a la librería de mi barrio, que era modesta pero bellísima, a gastarme cuanto tenía en un libro con el que soñaba. Y he seguido así desde entonces. Yo me dejaría medio sueldo en la librería si no fuese porque después de pagar los peajes del oficio de ser hombre no me queda medio sueldo (acaso ni un cuarto), pero de lo que queda, una buena parte se me va en las librerías.

En mi vida he desempeñado casi todas las tareas del libro. Los he escrito y los he editado, los he corregido y los he presentado, pero me ha faltado ser librero, estar ahí, tras el mostrador, y saborear el placer de recomendar algunas lecturas. Aconsejar a alguien que se lleve a casa La montaña mágica, o Bomarzo, o El muchacho amarillo, o Las cosas del campo, o Ciudad de entonces, o Tom Sawyer, o La Ilíada, para que empiece por el principio, o Helena y el mar del verano, o Antología de Spoon River, o cualquier otra maravilla que viniese al caso según la circunstancia.

Los libros han sido mi vida y en ocasiones me han dado la vida. Velé la agonía de mi padre con Industrias y andanzas de Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio, y lloré mi desconsuelo por su muerte aferrándome a Para cuando ya no importe, de Juan Carlos Onetti: «Un beso como un ausente en mis dos mejillas. Después silencio». Mi infancia de reposo absoluto descansa en ellos, y muchos veranos de mi vida tienen nombre de libro. Son mi familia numerosa y a todos los encontré en una librería. Benditas sean.