Nunca pude imaginar que la vida iba a depararme tantos acontecimientos políticos indeseados, pues he nacido bajo una dictadura, y he pasado por dos golpes de Estado, uno de ellos con sublevación armada y otro en forma de asonada. Lo cual si bien se mira no es nada anómalo, teniendo en cuenta que no se elige el lugar y tiempo del nacimiento, y mi existencia es ya dilatada.

Pero lo cierto y verdad es que tanto cuando tuvo lugar aquel pronunciamiento militar, como ahora en este reciente levantamiento catalán contra el orden establecido, he padecido la misma desazón aunque ambos hayan sido incruentos. Una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, que es como se define la melancolía; un estado de ánimo que solo el paso del tiempo y el cambio de circunstancias podrán remediar. Así ocurrió entonces y así lo sigue siendo ahora, solo que esta vez el desconsuelo que me invade es más acusado quizá, tanto por la mayor edad que tengo como porque como jurista, me repele que se intente revestir de legitimidad tamaña ilegalidad. Como mal de muchos, constato que este sentimiento mío está bastante generalizado entre un sector de la población.

Si así se encuentra el ánimo de quien, como yo, no tiene responsabilidades que atender ni por activa ni por pasiva, puedo comprender cómo se encontrarán los otrora llamados padres de la patria; qué pensarán los diputados y senadores que ostentan tales cargos en esta legislatura, a quienes supongo totalmente desasosegados, intranquilos y abrumados por la responsabilidad de las decisiones que han de tomar para lograr una solución pacífica a la situación creada, y una salida airosa a un conflicto tan extendido que en él todos perdemos; un remedio que corra a caballo entre sus deberes como defensores del Estado de Derecho, la articulación de una vía diplomática que parezca contentarnos a todos, y el qué dirán de sus electores.

Es patente que, en circunstancias tales, los senadores y diputados españoles no se encuentran impedidos, pero sí al menos muy limitados para desarrollar su trabajo diario en las dos Cámaras más antiguas del mundo, las Cortes Generales, como se denominan en la ahora tan citada Constitución española vigente.

Legislar es un acto que requiere finura jurídica y altas dosis de sentido común, enlazadas ambas dotes con la tranquilidad de espíritu necesaria para asumir los debates de los distintos diputados o senadores oponentes; de forma tal que se acepten criterios ajenos o se sepan imponer los propios dentro de la cortesía parlamentaria de la que antaño se hacía gala; una cortesía que hoy en tantas ocasiones se diluye y esfuma en una apestosa aureola de acritud, ramplonería y zafiedad.

Seguro que el nivel de nuestros representantes políticos mejoraría en general si hubiera un canal televisivo en el que se estuvieran difundiendo continuamente las sesiones parlamentarias completas, mostrando la intervención de todos y cada uno de los parlamentarios, y no solo los rifirrafes y fragmentos escogidos de enfrentamientos de afectada agresividad, calculada incluso en su extensión, para que puedan aparecer en los noticieros informativos. Parlamentos tenemos sobrados de los que tirar, pues dos Cámaras y diecisiete parlamentos autonómicos dan para llenar más de veinticuatro horas de proyección. Y si no fueran suficientes, siempre están los debates de los consistorios municipales, cuyos concejales ofrecen el interés de tratar los temas más cercanos que afectan a la vida diaria.

La propuesta puede ser novedosa entre nosotros, pero no es extravagante. La tomo de lo que he visto a principios del verano en Atenas, patria de la democracia; y me apresuro a aclarar que hablo de la democracia ateniense, pues el término se utiliza hoy en día por un sector con significado espurio. Baste ver cómo los contraventores de las leyes pretenden en la actualidad escudarse en este término para sustituir los acuerdos parlamentarios por supuestas decisiones populistas o, por mejor decir, populacheras. Peligrosísima tendencia que ya he visto santificar a ciertos juristas de relumbrón aunque de dudoso renombre, que lleva a sustituir el poder reglado del pueblo por el poder amorfo de las masas.

Esperemos, pues, que las aguas vuelvan a su cauce para bien de todos, y nuestros parlamentarios a todos los niveles salgan del atasco mental; para que puedan legislar sobre tantas materias que la evolución de la vida ha dejado faltas de regulación o con una legislación obsoleta. Pensemos a bote pronto en el alquiler turístico, la okupación, el plan hidrológico nacional, el derecho de familia o el sucesorio.

Es algo que no pido, sino que lo exijo al más puro estilo norteamericano, porque para eso pago mis impuestos. Así que, señoras y señores parlamentarios: al salón de plenos, por favor.