Con alias de detective de cine y perfil hitchcock armado de pipa, rastreó los crímenes en una España con régimen gris, anea y barro, para contarlos a máquina y humo. Directa y cruda, sin el suspense de un verbo ni un adjetivo de coartada blanca, igual que si mirase a los ojos del lector de El Caso. La etiqueta acuarela y rojo de un periódico semanal con el crimen en portada donde Margarita Landi fue la estrella, aunque nunca tuviese un fotograma de películas de Ízaro ni del primer Elías Querejeta. Y eso que hay una joven imagen suya retratada como una mujer en clave de la Resistencia: boina caída a la izquierda, cabello recogido en orden, labios de rojo en negro y mirada de emboscada y duelo. Frente a ella es fácil pensar en Gloria Grahame o en Gene Tierny apuntando al malo de una película de Nicholas Ray o de Otto Preminger, en el corazón en niebla de una noche y la sospecha de una historia de amor equivocado. Fuera de ángulo, en ese pequeño trozo de papel revelado en un cuarto oscuro, no sería extraño que la periodista madrileña -que hoy cumpliría cien años- también tuviese desenfundado el beso mortal de un disparo. A pesar de llevar revólver sin licencia americana nunca se manchó el índice de pólvora. Sólo la tinta Smith Corona Corsair y la Olivetti le dejaron en sus yemas la huella de la muerte y su nombre desvelado culpable en 12 mil ejemplares por semana.

No muchos tuvieron su olfato de policía sin placa, ni su clase de mujer libre y con pantalones. No es extraño que la policía del franquismo de los cincuenta y su eco, tan testosterona ella, se dividiese entre los que miraban con recelo a una lince del olfato a la que llamaban la rubia del deportivo negro, y los mandos que la apodaron el inspector Pedrito y a veces le mandaban un coche esperando que estuviese presente y a pie de una silueta de tiza, en un escenario sin resolver. Igual que aquella casa a oscuras de su recuerdo, en la que la luna llena la enmarcó a solas en medio del charco de sangre de una esposa y dos hijas. Otras veces lo hacían porque Landi era buena en un interrogatorio en corto, alrededor de una intuición y un silencio duro al que poner contra las cuerdas. Aprendiz de timadores, carteristas y destripadores de marías (cajas de caudales) era maestra en sonsacar una confesión entre su perfume Capstan o Brown Fake y su Everest amenazante en la mano. Según cuentan las fuentes de aquella época, era difícil resistirse a una mujer como ella.

Quien ya tiene un pasado de periodismo, televisión y cine, la recuerda rubia elegante en bermellón con pañuelo y pantalones resolviendo en La Palmera y en Código1 de televisión española la memoria y el pretérito de crímenes como el de la playa de Mazarrón, a cuyos cadáveres la censura le semi vistió el desgarro de sus desnudos; el del Jarabo, el del cortijo de Los Galindos o el de los marqueses de Urquijo. Y las incógnitas de un presente en el que ninguna viuda era sutil verdugo con arsénico ni los asesinos utilizaban escopetas de postas como en Puerto Hurraco.

Casos de cabecera de la redacción en la que Encarnación Margarita Isabel Verdugo Díez, su nómina de pila, debutó con su alias conocido. Menudo salto de trama pasar de los secretos de la alta costura y de la belleza de salones sociales a los calabozos, la morgue y los homicidios sensacionalistas a los que sacaba minuciosamente punta literaria y convertía la sangre, el misterio y el espanto en novelas de peluquería, de bares y de taxis. Eran los años de los radio dramas de Guillermo Sautier-Casaseca, y del oeste de kiosco de Marcial Lafuente Estefanía y Silver Kane. Un panorama de fabulación y sentimiento en el que El caso era la cabecera de relatos de un Poe de andar por una España de la que ella se hacía al volante 70.000 kilómetros al año, en busca de testimonios y pistas igual que aquel Truman Capote de A sangre fría pero con más humildad, intuición e izquierda femenina. No sé si las excelentes autoras de género Donna León, Assa Larsson y nuestra Alicia Giménez Barlett, con su reciente Mi querido asesino en serie con Destino negro, la conocieron, pero seguro que Landi las hubiese inspirado; lo mismo que ella hubiese disfrutado con su novelas si el Alzheimer no le hubiese borrado el olfato, la memoria y la vida a los 85 años en 2004.

Una vez me crucé con ella en la puerta confidencial de un juzgado, en aquellos años en los que empezaba a ser habitual compartir tribunales y soplos policiales con compañeras periodistas de sucesos. La sección en la que durante el posfranquismo convivían los sabuesos sin familia y nocturnidad etílica junto con los novatos que soñaban hacer literatura de la delincuencia. Un camino marcado por las crónicas de Juan Madrid en el diario Pueblo, y al que rendí homenaje de estilo durante la cobertura del proceso a los secuestradores de Mélodie Nakachian -en el que conocí a Juan Gaitán, compañero de oficio y de afecto- para un periódico de Cataluña. Ya era entonces Margarita Landi la dama del policiaco de prensa, con el éxito de sus crímenes favoritos, su página a color en Interviú -aquella revista de hombres y de buen periodismo- y un sinfín de anécdotas como la del palanquista que entrevistó en la cárcel y éste aconsejó que pusiese un retrato suyo en el hall de su casa para que al reconocerla el presunto ladrón no se atreviese a robar. Con esa misma indecisión la saludé admirativamente, y ella me estrechó la mano y la sonrisa con la fuerza (en la otra mantenía en guardia una de sus cincuenta y cuatro pipas) de una mujer de rango, que guardaba en su archivo personal la amargura de una madre que sabía de la pérdida de los hijos y de un marido al inicio de la vida. La cruz de una carrera curtida de la que brilla la cara, sin que sepamos, igual que tantas veces sucede, las sombras y cicatrices, las renuncias y el esfuerzo. Especialmente cuando se ha sido mujer de aquella postguerra donde todo transcurría entre el recelo y el silencio, la potestad de la policía y del marido. Ser mujer en la jungla urbana continúa siendo un heroísmo frente a actitudes enquistadas, el sexismo de los conceptos y mucho hombre que lleva dentro un gallo y un gorila.

Seguro que también Margarita Landi podría ahora hablar del acoso sexual de aquellos ambientes de época, en los que pocas mujeres escribían en redacciones con aroma a Soberano y a Varon Dandy, y donde sin duda habría mucha mano larga y el mismo miedo a ser despedida. Puede que ella, ante una situación obscena, hubiese encendido frente al depredador su pipa, sin que él supiese que su mechero femenino camuflaba una cámara fotográfica espía. La mejor manera de cazar al cazador. El rol de esos donjuanes convencidos de la irresistible seducción, absolutamente falsa, de su egocéntrico deseo de posesión coleccionista. Afortunadamente el eco de la campaña #MeToo -a raíz de la denuncia de la actriz Cara Delavigne contra el productor Weinstein- está desvelando en cadena las habituales agresiones a la dignidad personal y laboral de la mujer en el cine, en el teatro, en la política y en las empresas.

No sólo lo oscuro y el dolor salen a la luz. También el talento femenino se reconoce como ha sucedido con Rosa Montero, una de mis maestras predilectas en el género de la entrevista entre la exigente fidelidad a los hechos, la curiosidad, el clímax y la mirada con la que se convierte al entrevistado en el protagonista de un cuento. Y una excelente novelista que escribe para poner luz en las tinieblas y entender lo sucio, lo complejo y fascinante de la naturaleza humana. Esa a la que Margarita Landi le resolvió el misterio de sangre del crucigrama de cada caso.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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