Desde que «hemos salido» de la crisis, una pregunta obsesiona a los analistas económicos: ante las inyecciones masivas de dinero de los Bancos Centrales, ¿cómo es posible que no haya más inflación y una recuperación robusta, acompañada de aumento de salarios?

Fijémonos en un dato: en 2016, cuando se cumplían tres años de recuperación, el sueldo del empleo principal de los trabajadores españoles había bajado en casi un 1%. Y se había producido en todas las franjas de la edad. ¿Qué nos indica esto? Que, tras el descenso de salarios producido durante los peores años de la crisis (2008-2013), ha seguido un proceso basado en una mejora de sueldos por debajo de la inflación, ante la proliferación de contratos temporales (nos vamos aproximando al tercio total que suponían antes de la crisis), el aumento de empleos a tiempo parcial (muchos de ellos, aceptados involuntariamente), el impago de horas extraordinarias, una mayor interinidad en el sector público, etc.

La consecuencia de ello es un aumento de los trabajadores pobres (aquellos cuyos sueldos no llegan a un 60% de los ingresos medios), hasta suponer un 13% del total (a añadir al 16% de parados), lo que configura un panorama en el que la gente no mejora su nivel adquisitivo y carece de capacidad de ahorro… por lo que las medidas impulsadas por las autoridades monetarias para «lograr inflación» son ineficaces. En España, además, la mejora de la competitividad se ha hecho (como hemos visto) a costa de los salarios y con una estructura productiva que ha ido a peor: si muchos estudios coinciden en que los aumentos de la productividad se materializan cuando hay un tejido con gran peso de medianas y grandes empresas… en los últimos ocho años este tipo de sociedades ha decrecido, mientras aumentaban las microempresas (de 1 a 9 trabajadores). Pero eso da para otro artículo.