El 23 de noviembre de 1927, hace ahora noventa años, Concepción Loring Heredia, marquesa viuda de La Rambla, subió a la tribuna del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo para tratar el tema de la enseñanza de la religión en los institutos. No había sido elegido para ello por sufragio popular: eran los años de la dictadura de Primo de Rivera, las Cortes Generales habían sido disueltas y en su lugar una Asamblea Nacional, seleccionada a medida pero con una cierta vocación reformista, ocupaba la sede parlamentaria con debates y proposiciones de mayor o menor interés, siempre de carácter consultivo, no legislativo. Sin embargo, y pese a esta evidente y gravísima carencia democrática, corresponde a esta malagueña el honroso papel, así reconocido por el propio Congreso de los Diputados, de ser la primera mujer en intervenir de manera oficial en tan augusta sede.

Nacida en Málaga en 1868, era hija de Jorge Loring Oyarzábal y de Amalia Heredia Livermore, es decir, que pertenecía a la más alta burguesía malagueña, protagonista de la industrialización de la provincia y de muchos de sus logros económicos y culturales. Educada en un ambiente selecto, asistió sin embargo a la decadencia y ruina de su familia, según ha relatado la historiadora Eva María Ramos Frendo en un artículo publicado en la revista Isla de Arriarán. El declive económico y empresarial no le afectó demasiado: casada en 1893 con Bernardo de Orozco y Moreno, Marqués de La Rambla y Grande de España, desde finales del siglo XIX vivió en Úbeda con su marido, donde se convirtió en destacada protagonista de la vida social de la ciudad. En 1909 promovió la creación del comité local de la Cruz Roja, que ella misma presidiría, y estuvo muy vinculada con la organización de eventos de carácter filantrópico, económico y social. El propio rey Alfonso XIII reconocería su labor con la concesión de la Banda de Oro de la Orden de Damas Nobles de María Luisa -en cuya entrega participaría la reina Victoria Eugenia-, y su carácter, formación e inquietudes la convirtieron en candidata idónea para el fallido proyecto de regeneración social de España que planteó Primo de Rivera.

El desastre de Annual del verano de 1921, las secuelas de la crisis económica y política derivadas de la finalización de la Primera Guerra Mundial, la conflictividad social y el agotamiento del régimen político de la Restauración, entre otros muchos motivos, propiciaron el golpe de estado incruento de Miguel Primo de Rivera de septiembre de 1923. En sus inicios la sociedad española en su conjunto acogió con alivio y agrado el paso adelante del militar, que además comenzó su mandato con el deseo aparentemente sincero de reformar las instituciones y modernizar la economía española. Con todas sus sombras dictatoriales -tomó a la Italia de Mussolini como modelo a seguir-, no está de más recordar que algunas iniciativas que aún hoy siguen vivas y con éxito -como la Red Nacional de Paradores o el Patronato Nacional de Turismo- nacieron en aquellos años, junto a la extinta Campsa o la actual Telefónica, por ejemplo. Lo cual no justifica de ninguna manera la ausencia de libertades públicas y políticas vividas entonces, con la excusa siempre oportuna del bien superior de la patria.

Primo de Rivera tuvo inicialmente la intención de mejorar la política nacional y de proceder a un cierto «saneamiento electoral» tras décadas de caciquismo. Con esa idea se redacta y aprueba el Estatuto Municipal de 1924, que establece la participación política de las mujeres por vez primera en España. La renovación comenzó por los ayuntamientos, aunque nunca se celebraron las elecciones municipales previstas para 1925, en cuyo censo electoral figuraban por fin más de un millón setecientas mil mujeres. No todas las mujeres españolas podían ser electoras: debían tener más de 23 años y ser «solteras o viudas», y por supuesto no ser ni prostitutas ni pupilas de casas de mal vivir. Las mujeres casadas quedaban excluidas para evitar conflictos familiares, lo que da prueba de la timidez de una reforma que, pese a todo, fue valiente en su momento y forma parte de la olvidada Historia de España.

Quizás uno de los pasos más decisivos del mandato de Primo de Rivera, además de la sustitución de la primeriza Junta Militar por un Directorio Civil, fue la constitución de la Asamblea Nacional, cuya composición se publicó en el Diario de Sesiones del 10 de octubre de 1927, y cuya misión principal debía ser la redacción de una nueva Constitución para España. Estaba formada por 429 personas. En dicha relación figuraban quince mujeres, dos de ellas seleccionadas como representantes del Estado y el resto en función de sus propios méritos y como representantes de diversas «actividades de la vida nacional»: desde María de Maeztu (ya entonces directora de la Residencia de Señoritas), Carmen Cuesta (doctora en Derecho) o Blanca de los Ríos (escritora), hasta María de Echarri (inspectora de trabajo y dirigente de Acción Católica), Natividad Domínguez (de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer), María Dolores Perales y González Bravo (concejala del Ayuntamiento de Madrid) o la propia Concepción Loring Heredia, marquesa viuda de La Rambla. Un grupo muy heterogéneo pero caracterizado por una sólida trayectoria individual de todas sus integrantes.

En este punto, merece la pena destacar dos cuestiones: en primer lugar, que de las quince mujeres seleccionadas sólo tomaron posesión trece, ya que dos de ellas renunciaron por distintos motivos. Ni Dolores Cebrián y Fernández de Villegas (esposa de Julián Besteiro) ni Esperanza García de Torre (mujer de Torcuato Luca de Tena, fundador de ABC) llegaron a ser asambleístas. En el seno del PSOE se vivió un intenso debate, con Largo Caballero a favor de participar, Indalecio Prieto en contra y Julián Besteiro en una posición intermedia de cierto pragmatismo. La elección a dedo impidió finalmente que los socialistas colaboraran con la Asamblea. En segundo lugar, hay que decir que entre las trece mujeres que finalmente formaron parte de la misma había otra malagueña: Trinidad von Scholtz - Hermensdorff, duquesa viuda de Parcent, en representación del Estado, como Dama de la Reina. Ella merece un artículo propio.

El Diario de Sesiones del 27 de noviembre de 1927 recoge la interpelación de Concepción Loring Heredia al entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Eduardo Callejo de la Cuesta, doctor en derecho natural e impulsor en 1926 de una importante reforma de la educación secundaria (segunda enseñanza) y en 1928 de la reforma universitaria, a imagen y semejanza del modelo privado de jesuitas y agustinos, que causó una tremenda polémica y provocó una oleada de huelgas que a la postre anticiparían el declive definitivo de la dictadura primoriverista.

El asunto a tratar era la enseñanza de la religión en los institutos. Concepción Loring es recibida con «grandes aplausos», según recoge la publicación oficial, y comienza así su intervención: «Quiero que mis primeras frase sean de agradecimiento al Gobierno de S. M. y a toda la Asamblea. Sintiendo después la necesidad de encontrar disculpa por lo que pudiese parecer osadía (y es obligación precisa) al ser la primera mujer que hace uso de la palabra desde este sitio, y siendo tan notoria la superior competencia de mis compañeras». En su exordio se lamenta del «menosprecio» con que está tratada la asignatura de Religión en el nuevo plan de estudios de segunda enseñanza, ya que no sólo es voluntaria, sino que además «no establece más obligación que la asistencia a Cátedra». Se pregunta en su discurso «si en el Bachillerato no es obligatorio el estudio de la Religión, ¿cuándo ha de serlo? ¿Al llegar a la carrera?», y ya para finalizar expone sus demandas: «para concluir, pues temo cansar a la Asamblea, lo que deseamos, lo que piden conmigo cientos de miles de españolas y españoles, es que la asignatura de Religión sea obligatoria; que esta obligatoriedad no admita exención alguna, y con examen como queda dicho; que los Profesores se igualen en todo con los demás Profesores, y que al hacerse las oposiciones de éstos para la Cátedra se hagan con las máximas garantías». El párrafo final de la intervención es tan singular como significativo: «Tened presente que el progreso y la rehabilitación de los países es cuestión de moral, y que, como dijo Bonald [se refiere a Louis de Bonald, filósofo católico y tradicionalista francés del primer tercio del siglo XIX, muy crítico con la Revolución francesa], la revolución que ha empezado con la declaración de los derechos del hombre sólo acabará cuando se declaren los derechos de Dios».

No tiene desperdicio la respuesta del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, el ya mencionado Eduardo Callejo, que merece la pena reproducir en sus párrafos iniciales: «antes de tener el honor de contestar a la interpelación que se ha dignado dirigirme la señora marquesa de la Rambla, cumplo un deber, más de justicia que de cortesía, felicitándola muy afectuosa, muy sinceramente, por haber sido la primera dama que habla en la Asamblea y podemos decir que también en este recinto. Hecho y momento histórico que conviene señalar. Además, ha elegido un tema muy simpático, muy español y genuinamente femenino, porque es hermoso ver cómo estas damas, que el Gobierno quiso traer a la Asamblea para que la mujer participase políticamente en la gobernación del Estado, vienen a propugnar por ideales que les son tan queridos, por algo que representa como un fondo racial: el defender la educación religiosa para los pueblos. También la felicito por el acierto con que se ha producido, con frases de verdadera elocuencia en que palpitaban el calor de la convicción y un sentimiento emocional».

Al final, el ministro elude su responsabilidad afirmando que la reforma no es suya, sino de todo el Gobierno, y que dará traslado al mismo del ruego de la marquesa de la Rambla. Por lo tanto, comprobamos que aunque la dialéctica haya cambiado en la vida parlamentaria -no se sabe si para bien o para mal- los usos políticos de la larga cambiada y el posicionamiento de perfil estaban ya vigentes hace noventa años.

Más allá de la conmemoración de la primera intervención de una mujer en el hemiciclo del actual Congreso, esta efeméride puede y debe servir para conocer mejor la Historia de aquellos años complejos y la valoración adecuada de los propósitos y logros políticos de la dictadura de Primo de Rivera. La crisis mundial de 1929 ya había golpeado a Europa y España, no puede olvidarse. Y si bien la Asamblea fracasó en su principal misión, esto es, la aprobación de una nueva y moderna Constitución para España, lo que motivó su disolución definitiva en febrero de 1930 para dar paso a la «dictablanda» de Berenguer, huido desde enero Primo de Rivera a París, muchas voces han reivindicado la valentía de la tímida incorporación de la mujer en la vida política española de aquellos años. De hecho, autoras como Paloma Díaz Fernández afirman que tras la dimisión del general, «la mujer, de nuevo, volverá a convertirse en ciudadano de segunda».

Esta misma autora recuerda en su artículo (La dictadura de Primo de Rivera. Una oportunidad para la mujer) un hecho inquietante: el 12 de abril de 1931 se celebraron elecciones municipales, no legislativas, y al tratar de actualizar el censo electoral, con el Estatuto Municipal aún vigente y con casi dos millones de mujeres con derecho a voto, las dificultades para la elaboración del mismo llevaron a la Junta Central del Censo a eliminar del mismo a todas las mujeres. Su duda es pertinente: «las mujeres tenían que haber votado, tenían derecho. Fue su eliminación del censo lo que lo impidió. La gran pregunta es, en unas elecciones que cambiaron profundamente el panorama político español, si las mujeres hubieran votado, ¿habría cambiado el resultado de los comicios? ¿habría cambiado la Historia?». Concepción Loring Heredia fallecería en Madrid en junio de 1935, muy querida siempre por Úbeda, su pueblo adoptivo. Cabe imaginar si también ella se hizo estas mismas preguntas.