Se publicó en El País (domingo, 9 de julio) como unos quinientos investigadores - policías, guardias civiles, psicólogos, funcionarios de prisiones y profesores universitarios - están intentando poner en marcha un método científico contra la violencia de genero, de tal forma que pueda preverse el asesinato cuando aparezcan índices que tienen que ver con la personalidad y el comportamiento de los agresores, y en consecuencia, que puedan dar lugar a medidas dirigidas a evitarlo, señalando que, hablar únicamente de «machismo es quedarse en la superficie, hay que averiguar que detona esa agresividad mortal».

Por supuesto que todo lo que se haga en este sentido debe ser bien recibido y es laudable. Pero las primeras conclusiones - las publicadas, al menos - son que en el 45%de los casos no hay un antecedente violento del hombre, y que estos crímenes no se pueden tratar como un fenómeno homogéneo. Así se transcriben tres casos reales: un asesinato - terrible- sin violencia previa pero sobre una mujer peruana con tres hijos, sin permiso de residencia en España que había llegado al pueblo desde una casa de acogida tras haber sido victima de violencia de género. El hombre que la acogió debía sentirse su dueño y no consintió que le llevara la contraria. El segundo caso: un hombre celoso y posesivo, de carácter introvertido, cuando su mujer le pide el divorcio, mata al novio, al padre y al hermano de su ex mujer y a ella la hiere gravemente con un cuchillo. Tercer supuesto: un cocainómano, manipulador y agresivo, obsesionado con su ex mujer, acumulando ya 49 denuncias por malos tratos y agresiones y 14 delitos por quebrantar ordenes de alejamiento. La mato, según su propia declaración porque «me tiene en un sin vivir con denuncias por todos lados» . De los tres parece fácil deducir que el rasgo común es la consideración del agresor de su supremacía sobre la victima. Por eso: no se consiente que se le contradiga, que se quiera divorciar o que se le denuncie. «a él, el hombre, el jefe, el dueño…por ella, la mujer recogida, la novia desde la juventud, la hembra con la que se vive…».

En consecuencia parece que el detonante común es el machismo pese al punto de partida manifestado en la investigación.

El machismo, por tanto, que no es solo una palabra despectiva o una concepción superficial, es una definición clara por la que se considera la función y el papel del hombre y la mujer en la sociedad patriarcal: en la familia quien manda es el varón, quien obedece es la mujer, el predominante es el hombre, la sumisión corresponde siempre a ella.

Ese machismo puro y duro que prevalece en nuestro mundo desarrollado -y todavía de forma mucho más grave y dolorosa en los países no desarrollados o en vías de desarrollo (económico, pero también político y social)- está fuertemente anclado en valores defendidos por la Iglesia -la católica, la musulmana…cualquier iglesia…, pero éstas, principalmente -, por las instituciones y la legislación hasta fecha muy reciente - nuestra Constitución de 1978- y que divide a la población en quien la defiende y mantiene -sean hombres o mujeres-, y la que considera que el ser humano es igual en derechos y deberes sea cual sea su sexo -sean mujeres u hombres igualmente, quienes lo defiendan-.

No es cuestión por tanto de oposición entre sexos sino entre concepciones diferentes de la sociedad. Es cuestión en definitiva, de creer realmente, sustancialmente, en la igualdad entre las personas, sean del sexo que sean, tengan la orientación sexual que tengan, sean de la raza o de la etnia que sean.

Sencillamente que en nuestra sociedad se parta de la idea común de que no existe preponderancia de una persona sobre otra. Y eso solo se puede conseguir con la educación en el valor de la igualdad.

Por eso, el Pacto de Estado contra la Violencia de Género que se aprobó hace ya cuatro meses, será deficitario en su propio germen si no cuenta con las Iglesias y demás ordenes religiosas, con los colegios, institutos y centros de formación, con los empresarios -que evitan contratar a mujeres o que mantienen la desigualdad salarial a través de la minusvaloración del trabajo femenino (otra clase de machismo laboral)- y con los sindicatos y trabajadores cuando consideran que el trabajo del hombre vale más que el de la mujer - y se plasma en convenios colectivos -, o que el acoso en el trabajo - me refiero al de poca gravedad, no ya al delito - es una consecuencia que la trabajadora debe aceptar por su inclusión en un mundo de hombres. Y, por supuesto, con el respeto institucional y personal de los propios garantes de la legitimidad constitucional -jueces, representantes políticos...-.

Pero es más: este pacto sería de todo punto incompleto si no abordara una dimensión internacional. Al igual que el pacto contra el cambio climático y la defensa medioambiental tiene un carácter universal que nadie discute, el pacto por la Igualdad entre mujeres y hombres y la erradicación de la violencia de género debe tener también este carácter universal.

Existe una fuerte resistencia a que eso sea así: y es que, todavía, se sigue considerando el problema de la violencia contra la mujer como una cuestión interna, privada. Y como ya se ha dicho más arriba, con respaldo institucional, legal y religioso hasta tiempos relativamente recientes.

Y aunque hoy se legisla positivamente para evitarlo o para introducir sistemas de prevención y protección, a todas luces son insuficientes o deficitarios, y ello porque la única vía para acabar con la sociedad patriarcal es dinamitando sus cimientos : la educación en todos los niveles, el rechazo inmediato a las conductas machistas, el ejemplo de los que tienen incidencia social y en las redes, la función de los medios públicos de comunicación, el respaldo de los educadores, la firme decisión de todos -hombres y mujeres- en la consecución de la igualdad real y efectiva.

Rosa Quesada Segura es catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social (jubilada). Exdirectora del Observatorio Jurídico-Laboral de la Violencia de Género, Universidad de Málaga