Un lobo de nieve, un marino azul. Igual que London. Ser, en la naturaleza y solo, la aventura como una forma de suceder el destino. Lo mismo que las vidas de la vida, de las palabras, de los hechos, de los días. El colmillo blanco de sus cuentos fue esa mordedura mágica que en la infancia decide el hombre que saldrá de sus primeras lecturas. Así era en aquellos veranos en blanco y negro en la que todos nos enrolábamos en los libros como un polizón hacia los mares del sur o rumbo a una montaña en cuyo vientre duro esperaba el oro. El camino era fácil, sólo había que seguir la ruta de un mapa desplegado entre las manos: la isla de Stevenson y las historias de aquel Twain que nos dibujó descalzos y rebeldes sobre la balsa de un río, junto a uno de esos amigos que te secundan en la travesía de la imaginación. Y al igual que tú traducen lo que el ojo no ve, aquello que las palabras descubren y escenifican como un relato del que ser protagonistas. De sus argumentos lo que importaba era aprender a ser héroe. Prepararse para llegar a Jack London, leerlo y sentirlo a fondo, y elegir entonces entre ser un vagabundo de la aventura, el escritor que las vive y las narra, las dos cosas a la vez.

Lo que uno no sabe a esa edad en la que traza su sueño literario y adulto es que cualquiera de esas elecciones, y espacialmente la última, exige el valor de empezar a serlo por uno mismo. No sirve aguadar la llamada luminosa o que sea el viento a favor el que empuje. Lo único que se admite es echarse la vida a la espalda y encarar el horizonte sin miedo ni atadura alguna. Igual que aquel muchacho de diecisiete años a bordo del mercante Sophia Sutherland con proa a Japón y amarrado en medio de un tifón a un cuaderno de mano, en el que iba narrando el aullido del mar, los salivazos gruesos del cielo y la emoción de sus palabras con hambre de cicatrices y de mundo. Daba igual que se tratase de los diversos rostros de la muerte o de la belleza de un baño nocturno en la bahía de Edo. Inicios de su idilio con la naturaleza salvaje y la naturaleza del hombre. También con la literatura que lo llevaría al éxito. De hecho nada más regresar de aquel viaje ganó 25 dólares al ser premiado por el San Francisco Morning Call y su concurso de artículos literarios de doscientas palabras, y al que presentó Relato de un tifón en la costa de Japón.

No sé si London leyó a Borges y sabía que cada cosa que uno vive es la arcilla con la que se moldea el lenguaje con el que se cuenta esa experiencia. Pero eso fue lo que él hizo a lo largo de su vida: vivir aventuras para escribirlas. Alaska, los arrabales, la guerra, la vida de los marinos, los valles de la Polinesia, mujeres, el amor atávico y el romántico, el boxeo y los cuadriláteros de Australia, la explotación laboral en el valle de La Luna de California, la vejez, el alcoholismo, las junglas infernales de la Melanesia, la fuerza de las narraciones en su crudeza y en su poesía, otro tipo de travesía, la del lenguaje, en la que un hombre se curte y se corresponde a sí mismo, audaz y libre. Gavillas semanales con el número preciso de palabras con las que civilizar la tensión y la fantasía de cada uno de los cuentos en los que London sabía de lo que hablaba y lo demostraba sin florituras, sorteando subordinadas, tomándole el pulso a la viveza de los diálogos, progresando en la nieve, las olas o el polvo de la historia, con acción, mucha acción, y sin finales felices.

Su ejemplo fue el horizonte de mi juventud, la certeza de una vocación que me hacia dar el primer paso hacia la fascinación e incertidumbre de cualquier aventura que reclamase voluntarios. London y Huckleberry Finn, la eterna y sonriente rebeldía del segundo y el convencimiento del primero en que la vida no siempre es una cuestión de tener buenas cartas sino de, a veces, jugar bien una mala mano. Y también de saber contar como quién está seduciendo el oído, las emociones y la imaginación. Lo he recordado en esta semana cuando he vuelto a sentir su influjo con la lectura del primer volumen, de los tres previstos por la editorial Reino de Cordelia, sobre los cuentos de Jack. Los 87 que escribió entre 1893 y 1902 y entre los que están, traducidos como el resto por Susana Carral, las fantásticas piezas Encender una hoguera, El cubilete del diablo, El silencio blanco, La historia de Frisco Kid, Cuando el camino te persigue, Keesh, hijo de Keesh o Al hombre del camino. Excelentes narraciones breves entre los doscientos cuentos que escribió y de los que recuerdo también por su mayor acierto y peso El cañón de oro puro y El ídolo rojo, Gente del abismo, emocionante y directo en su crítica social, o Goliah. No sólo fue un maestro de la historia breve, el gran Jack London nos legó maravillosas novelas como La llamada de lo salvaje, Colmillo blanco, El mexicano, El vagabundo de las estrellas entre otras, sus libros de memorias Martin Eden, en cuyas páginas fabula su mejor muerte literaria, y The Road (La Carretera) cuyo eco está presente en la célebre novela posterior del beatnik Jack Kerouack. Sin olvidar la espléndida novela El Talón de Hierro cuyo argumento acerca de un sistema que esclaviza a los obreros, los diferencia entre primera y segunda clase, y amenaza la democracia, tiene una moderna vigencia que la convierte en una interesante historia que releer o descubrir.

¿Quién lee hoy a Jack London? ¿Sueñan la infantería de la infancia con ser lobos de mar o buscadores de oro? La Literatura de iniciación y sus maestros de cuento siguen más vivos en la memoria sentimental de los lectores de la vida en blanco y negro. Y apenas existen en la curiosidad de los jóvenes lectores que sueñan con escuelas de magia o adolescentes vampiros de piel plateada. Nadie se enamora ya en unas cumbres borrascosas ni descubre el erotismo del trópico de Miller ni busca que una misma historia tenga la versión de cuatro voces como El cuarteto de Alejandría de Durrell. Pocos son hoy los que acuden a la biblioteca, como hacía el niño London para aprender a escribir las aventuras que soñaba con vivir y contar, en busca de sus libros. Sólo en las librerías encontraremos nuestra nostalgia adulta en busca de estos volúmenes de sus primeras narraciones. Esas que mantengo todavía a las espaldas, igual que los diccionarios, mientras les escribo esta evocación de uno de los grandes maestros del cuento, y un hombre coherente con su nomadismo de aventuras.

No quedan minas de oro ni perlas con las que hacer contrabando. Pero si que el cuento se mantiene con excelente salud, aunque no haya revistas, exceptuando el New Yorker norteamericano y la malagueña Tales, ni periódicos de fin de semana, interesados en crear lectores como en aquellos tiempos en los que London y tantos otros maestros se ganaban la vida y el reconocimiento escribiendo historias sueltas y al precio cerrado por las palabras exactas. Menos mal que nos queda la FIL de México, esa célebre festividad y feria de la Literatura en Guadalajara, que en esta recién inaugurada edición, dedicada a Madrid, premia a la editorial Páginas de Espuma por sus quince años haciendo del cuento su bandera corsaria, su navegación por las letras enrolando imprescindibles voces como las de José María Merino, Andrés Neuman, Eloy Tizón, Nuria Barrios, Samanta Schweblin, Valeria Correa, Felipe Navaro, Javier Sáez de Ibarra y otros muchos autores. Enhorabuena a Juan Casamayor, a Encarni Molina, a Paul Viejo y a Antonio, por hacer que el cuento no sea un barco encallado en las aguas bajas de la literatura. Todos ellos comparten el legado de los maestros de un género que tuvo en London su mejor lobo azul y de nieve.