El Expreso de Oriente ya ha hecho parada en los cines de Málaga de la mano de Kenneth Branagh. Por mi parte, me siento tan forofo de la novela y de los tres largometrajes que la han acogido que prefiero posicionarme por encima del infructuoso debate de si es mejor la versión de 1974, la de 2010 o la de 2017. Albert Finney, Peter Ustinov, David Suchet y, ahora, Keneth Branagh. ¿Acaso hay que elegir? Estos cuatro titanes de la imaginería agathiana ya han quedado tallados más que de sobra en el corazón de los leales seguidores de Hércules Poirot, el detective belga más famoso de todos los tiempos. Y si bien es cierto que cada uno de estos actores le aporta un matiz diferente a la recreación e interpretación del personaje, también es verdad que los cuatro me han provocado las ansias de dejarme crecer el bigote cada vez que he tenido la oportunidad de disfrutar de cualquiera de sus películas. Pero claro, por muy mitómano que uno sea, por muy de iconografías, el contexto es el contexto y, le pese a quien le pese, he llegado a la conclusión de que Málaga no es tierra para Agatha ni para sus tramas ni para Poirot. En primer lugar, está el tema del bigote. Yo lo tuve una vez, a su estilo. Lo dejé crecer pacientemente y camuflado entre la barba hasta que pude retorcerle las puntas, afeitar el resto y sacarlo a relucir. Sin embargo, al día siguiente, en la oficina, las referencias, las alusiones y las coñas marineras lo eran a todo menos a Poirot. Que si un domador, que si Jaime de Mora y Aragón, que si ´el bigotes´; imagínense mi desesperanza. K.O en el primer asalto. Cero points. Ruina total. Por otro lado, siguiendo con los peros, aunque la suavidad climatológica de Málaga es una de las joyas de la corona de la ciudad, seamos honestos: Poirot nunca ha exhibido, ni en novela ni en largometraje, ropa alguna de entretiempo, que es lo que aquí se estila. Porque claro, ya que se deja uno ese bigote, lo suyo es acompañarlo con algún trajecito a medida, un chalequito y un reloj de faltriquera. Pero ya están sobrando prendas para quien, como yo, está acostumbrado a lucir, la mayor parte del año, guayabera, bermudas y sandalias. Y forzar la vestimenta en contra de los termómetros a fin de lucir un bigote excéntrico es pedir a gritos que te llamen majarón cuando pasees por Pedregalejo. Salvo, claro está, que ese hipotético Poirot de Málaga se fuera a vivir al Gran Hotel Miramar, que sí que alberga en su estética unos aires de antaño que se acoplan perfectamente a las maneras del detective más grandioso del planeta. Pero tampoco lo íbamos a tener allí encerrado, deambulando entre suntuosidades sin nada más que echarse a las células grises. Además, sin duda alguna, también le llamarían majarón cuando rechazara por segunda vez y por desiguales las medidas del par de huevos que le plantara el camarero de turno. De los huevos pasados por agua, se entiende. Pobre Hércules, decaería. Acostumbrado a la casuística de andar por ahí y darse de bruces con rompecabezas urdidos por las más altas mentes criminales, aquí, a lo sumo, se toparía con esa motorista sin ITV y sin carné que la semana pasada conducía llevando a un niño de dos años y sin casco entre ella y el manillar. Que parece cosa de chiste, oigan. Ya sólo hubiera faltado que cuando la policía le dio el alto el infante hubiera soltado aquello de, «mamá, ya sabía yo que con una moto robada no llegábamos a ningún sitio». Y es que, en definitiva y como les decía al principio, esta buena tierra no es tierra para Poirot. Ni siquiera hallaría consuelo buscando misterios similares a los del Expreso de Oriente en nuestras líneas ferroviarias. Al contrario. Quizá le provocara un soponcio el tomar conocimiento de que nuestro tren de cercanías, dejando el tema del glamour aparte, aún sigue sin rozar los linderos de Marbella. Y claro, en el breve trayecto que va de Málaga a Fuengirola no se espere usted un crimen de novela. A lo sumo, no más, que le roben la cartera. O el reloj de faltriquera.