El franquismo se ha convertido en un subgénero del humor, lo cual es el final más patético que el guionista más malvado podría haber pensado para un movimiento pretendidamente solemne, trascendente y espiritual.

Este subgénero se divide a su vez en subsubgéneros: no son lo mismo los ingeniosos monólogos de Gabriel Rufián acerca de cómo el referéndum catalán acabaría definitivamente con Franco, que la dicharachera denuncia puesta por la Asociación de Amigos del Valle de los Caídos contra el Gran Wyoming y Dani Mateo tras aquel sketch en el que se valoraba con justicia la macrocruz que preside dicho panteón fascista.

Descendidos a la liga de los frikis del esoterismo, los franquistas juegan ahora sus partidos contra los defensores de la Tierra plana y los viajeros gnósticos del planeta Raticulín. Sic transit gloria mundi. Con una desventaja añadida: que, a diferencia de los flatearthers y los raticulines, ni siquiera Cárdenas les va a pasar una pelota para que corran por la banda un rato.

Por eso estoy convencido de que el divertidísimo reportaje que realizó Edu Galán para ´La sexta noche´ acerca de la misa de conmemoración franquista del 20 de noviembre les ofendió, sí, les molestó, sí, pero también les supuso una mínima satisfacción, la misma que encuentra el náufrago que, deshidratado tras días a la deriva en alta mar, termina bebiendo el agua salada a sabiendas de que al menos gozará de unos segundos de alivio antes de morir.

Para el franquismo, el dilema ya no se plantea entre la hilaridad y el respeto, sino entre la hilaridad y la nada, y el ser humano en general, y la caverna en particular, siempre tiene muy a mano el horror vacui. Se trata de estar presente -Francisco Franco, ¡presente!- como sea.

En contra de lo que se dice, la muerte, en especial la de los dictadores asesinos, es un proceso muy gradual, y un leve atisbo de presencia especular -aunque sea mediante la entrevista virtual que Galán mantuvo con el Caudillo mamarracho- es mejor que despertar a la realidad y desaparecer.