Antes de sentarse a contemplar cómo crecía el ciruelo, Joan Didion escribió que la década prodigiosa de los sesenta había terminado abruptamente el 9 de agosto de 1969 cuando los asesinatos de Sky Drive irrumpieron en la vida de la comunidad angelina como un fuego arrasador. Entonces se creyó que los crímenes horrendos de Charles Manson eran el resultado inevitable de la contracultura, la trágica consecuencia de los cabellos largos, el amor libre, las drogas, y de un derrumbe de la autoridad y las normas sociales. Casi nadie advirtió o quiso advertir que Manson, el sujeto que había ordenado la muerte de la actriz Sharon Tate y de otras seis personas, y que pasó la mayor parte de su vida en prisión con una cruz esvástica tallada en la cabeza, tenía más en común ideológicamente con la extrema derecha que con el izquierdismo anárquico de, digamos, los yippies. Sin embargo, se convirtió en el ángel exterminador de un movimiento contracultural que se rebelaba de forma sádica contra el establishment.

En un mundo como el de ahora, que se enfrenta a asesinatos en masa uno tras otro, el número real de víctimas de Manson parece irrelevante. Pero merece la pena recordar el terror provocado por los asesinatos y el caos que supuso. Tate estaba embarazada de ocho meses cuando murió; los asesinos escribieron ´cerdo´ en la puerta con su sangre. La noche siguiente, la familia Manson mató a Leno y Rosemary LaBianca en su casa, garabateando de manera incorrecta ´Helter Skelter´ en el refrigerador y utilizando también para ello la sangre de las víctimas. La canción de los Beatles, según él mismo Manson confesó, describía la guerra racial que había estado profetizando. De hecho, Manson ordenó los asesinatos, que ejecutaron Susan Atkins, Patricia Krenwinkel, Leslie Van Houten y Tex Watson, en los vecindarios adinerados para que las sospechas recayesen sobre negros y desencadenasen una guerra racial. La suya fue una reacción violenta contra el movimiento por los derechos civiles; él se consideraba un heraldo de los guerreros de la raza supremacista blanca. En la actualidad no sería difícil encuadrarlo en la franja más lunática del alt-right.

Pero, aunque distantes numéricamente de la siniestra cotidianeidad actual, los asesinatos de la Familia Manson, con sus inquietantes detalles satánicos, fueron para los adolescentes de mi generación un suceso pavoroso sujeto a observaciones equivocadamente morales por parte de la opinión pública. No era una consecuencia contracultural y sí racista.

Como tantos otros supremacistas, Manson concebía la raza en Estados Unidos en términos apocalípticos. Creía que los afroamericanos pronto se levantarían y comenzarían a asesinar a los blancos. Su ´familia´ se salvaría; tenían pensado esconderse en el Valle de la Muerte hasta que terminara la guerra. De regreso gobernarían sobre la población negra, que, según él, sería incapaz de gobernarse a sí misma.

Murió el pasado domingo a los 83 años. Era un asesino y un psicópata pero no se puede decir que la locura empujara su racismo apocalíptico. Pese al sambenito alucinatorio, tampoco se comportaba como un ser de otro planeta. La violencia y el odio que encarnaba son atributos humanos. Manson era terroríficamente normal como Dylan Roof, el culpable de perpetrar la masacre de la iglesia de Charleston hace algo más de dos años. De esa «normalidad extrema» que manifestaba, por ejemplo, Eichmann, con su lógica implacable y una capacidad inaudita para endosar los crímenes más odiosos teatralizándolos, y así dejar claro que el nazismo había hecho de él un ser monstruoso. Manson tampoco era un demonio, sino un racista asesino de la peor calaña.