A un disparo no se le puede dar de baja. Tampoco a una bala 9 mm con el puño ensangrentado. Al arma de la que proceden es más fácil silenciarla con un número de serie. El 861768 podía haber sido el epitafio en clave de la lápida de Manuel José García Caparrós, su víctima intercostal en el 5º espacio un 4 de diciembre de 1977. Sucedió en Málaga, 41 años mañana. Y desde hace treinta con flores de amanecer a pie de esquina de su tumba y su nombre equivocados. Ninguna institución se ha molestado en cambiar el error, señalado en un libro de 2007, del José Manuel en placa ni de trasladarla desde su erróneo enclave al lugar exacto donde el joven sindicalista de Comisiones Obreras fue un cadáver con la camisa descosiéndose en rojo. Un panadero, un estudiante de medicina y un albañil manifestados también, por la identidad y los derechos de Andalucía, se lo echaron a hombros en el número 5 de la Alameda de Colón esquina con Vendeja hacia el interior de un Simca 1000 rumbo al hospital. La vida se le fue en un asiento de atrás, sobre las rodillas en cama de otro joven, militante de la CNT. Tenía 18 años y a su espalda fría no dejaban de sonar disparos. Dijo después el comandante jefe de la policía armada que aquel día lo pagaron las palomas. Puede que algunas perdieran las alas, pero al menos una salió ilesa porque nunca llegó al aire el relámpago tembloroso de un cabo antidisturbios. Sólo uno sabe por qué aprieta el gatillo en dirección humana cuando el miedo le nubla el oficio y la conciencia. No sé si M.P.R. abrió fuego apuntando con certeza contra una vida desconocida y en protesta. Llovían piedras, balas de goma, gritos en masa y sirenas, y humo de bote en metralla. Por menos temperatura se deslumbró de Camus su extranjero y disparó sin saber porqué en una playa en calma.

Se han tardado muchos años en desempolvar el silencio maniatado y oculto en sótanos judiciales. Lo ha conseguido una funcionaria de la ley a la que la memoria y la palabra de verdad ciega, que prometió cumplir como secretaria, no han dejado de importarle. Tampoco el que ella misma fuese aquel día una estudiante de Derecho manifestándose por Andalucía en Granada. La convicción y la decisión de Rosa Burgos se mantienen vivas en Las muertes de García Caparrós. Futo de una labor solitaria y vigilada de soslayo, buceando en los archivos del Palacio Judicial que hace meses ha vuelto a ser un hotel a punto de zarpar al mar, y en otras dependencias de Madrid a las que acuden los detectives de la memoria, hábiles en rastrear pistas a pie de página, pruebas balísticas, los detalles sigilosos de documentos clasificados, bloques de informes varados como una ballena de papel acordonada La historia secreta a punto de desintegrarse entre la pálida letra culpable marcada a teclas de un dedo. El mismo curiosamente con el que supuestamente M.P.R. apretó el gatillo en dirección contraria a la vida. Se dudó al principio, porque no se hicieron bien las pruebas, de si fue el de una Bayard belga de 1922, de una Walther ppk alemana, de una Webley inglesa o de la Astra Star de la policía española aquel 4 de diciembre. La fecha festiva de millón y medio de andaluces de Málaga coreando las palabras entusiastas del socialista Rafael Ballesteros que ahora es excelente poeta, novelista y caballero de tristeza azul y sonrisa blanca. Animando el gesto valiente del joven Trinidad Berlanga escalando fachada arriba la Diputación con la bandera verdiblanca, sujeta igual que un clavel de Infante entre los labios, para ondearla en el balcón -qué bonica verla en el aire, verde, blanca y verde en canto de Carlos Cano- de aquel diciembre en el que la política insistía en dejar fuera a Andalucía del vagón preferente de los díscolos nacionalismos históricos. Al igual que a Extremadura, hasta finales de los setenta, los nacionalismos burgueses las consideraron graneros de emigrante mano de obra, regiones sin voz en el reparto de prebendas de la nueva democracia.

Nadie pensó aquel día de muchedumbre joven, estudiantil y trabajadora, de sociedad civil en movimiento, que mientras gritaban «Cabeza, dimite, el pueblo no te admite. Diputación dimisión», la policía estaba a punto de hacer de la calle una agitación de disparos a bocajarro, de gente corriendo a salvo de las cargas y del quema. Fue Paco de la Torre, alcalde hoy de Málaga y entonces miembro de UCD, el único en interpelar a la policía, que seguía rigiéndose por disposiciones de 1941, al sonar la primera detonación en ataque. Una vez despejado el sofoco se levantó acta de la muerte de Caparrós y se ocultó la existencia de un joven herido en un brazo. Otra bala clandestina con ADN policial o de miembros de Fuerza Nueva de los que después se sospechó que iban armados y dispuestos a reventar la pacífica marcha.

Lo narra Rosa Burgos en Las muertes de García Caparrós, el eco impreso del que publicó en 2007 en la misma editorial de una revista, y en el que ahora desvela las actas secretas de la Comisión de Investigación del Congreso, clasificadas como 161/1977 durante 40 años por PP y PSOE, empecinados en no permitir su difusión. De poco sirve que la política sea obstinada y que desde 1977 certifique, como tantas veces hemos comprobado después, que toda comisión de investigación de un suceso determinado nunca aclara nada. Más bien parece crear cortinas de humo para blindar lo susceptible de ser desvelado. Afortunadamente hay historiadores, lo mismo que periodistas como Joaquín Marín corresponsal de El País y Juan de Dios Mellado Morales que cubrieron los hechos y los siguientes días de barricadas y huelga, sobre los que después publicaría Morir por Andalucía acerca de aquellos días rojos de la muerte de Caparrós y de la Transición, hoy deshilachada y enjuiciada desde un extraño descrédito según dice Santos Juliá en su nuevo libro de Galaxia. Y también como ésta secretaria judicial que ha investigado y recopilado diligencias de inspección ocular, declaraciones de testigos, informes de la autopsia, estudios comparativos de todas las pruebas, y añade posibles hipótesis a lo ocurrido. Su minucioso y voluntarioso trabajo pone de manifiesto diversas contradicciones e incomprensibles torpezas de los informes, y responde incómodas preguntas. El resultado es un interesante libro que pone luz sobre numerosas sombras y por vez primera señala la autoría policial de la muerte de Manuel José García Caparrós. Aquel joven trabajador de Cervezas Victoria del que no se sabe si fue solo o acompañado a la manifestación de su destino. Tampoco los motivos que justificaron en los posteriores días la sospecha de complicidad para que aquella muerte terminase archivada y sin resolver en 1985.

El crimen también tiene efemérides. 1977 fue un año de portadas de muerte: la del joven malagueño, y la de Atocha y sus cinco abogados laboralistas de un despacho cercano al PC. A su entierro de enero acudieron cien mil personas; al del joven Caparrós veinte mil paisanos. En Málaga la izquierda nunca ha dejado de recordarlo, a pesar de la falta de interés político por saber la verdad. Una actitud por la que esta investigación de Rosa Burgos contribuye a que Manuel José García Caparrós deje de ser como un personaje de García Márquez porque después de la primera siete muertes más le han dado hoyo a lo que sucedió. Posiblemente no lo sabremos jamás. Lo que hace que este libro de Rosa Burgos, con sus 300 documentos inéditos, sea una buena manera de hacer justicia y de exigir que salgan a la luz las culpas, los pactos e intereses de una época con más de un fantasma en los márgenes en niebla de la Historia.

Desde mañana, los restos de García Caparrós descansarán en el Jardín del Recuerdo del cementerio de Málaga, bajo un olivo centenario y la luna llena. Su memoria en paz dignificada y en el aire su alma, quitando penas, verde, blanca y verde.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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