Hablo del famoso espíritu de la Transición, invocado (vanamente) por los autodenominados constitucionalistas y espantado por los fustigadores del que llaman ´régimen de 1978´. Entre unos y otros acabaran desecando los últimos vapores del espectro. El espíritu en cuestión emanó de una pócima en la que, como en las de los conjuros brujeriles, había un poco de todo: cansancio de lo viejo, pasión por la libertad, afán de supervivencia, imaginación, oportunismo, sentido del momento, audacia, miedo en grandes dosis y unos pellizcos de esperanza. Mezclado y batido lo anterior, el espíritu nació con una infatigable voluntad de pacto, que, tras las primeras elecciones, acabó decantando en una Constitución que podían ver como suya todas las ideas y todos los pueblos de España. No es que los defensores de una Constitución inamovible estén hoy vacíos de ese espíritu, es que son sus exorcistas.