Cuéntame un poema. Cuando sientas la incertidumbre o el corazón frágil, llama a un poeta y pídele. Uno en el que la vida suceda. Y que su voz te la narre sin preguntas y en oleaje. Igual que si el poema y tú fueseis una habitación para dos. Esos son los libros que me gustan; la poesía que cuenta cosas que nos pasan a todos. Costumbres, heridas, sueños, los golpes de la muerte, la miel de un instante, los besos ganados y también los perdidos, los paisajes, la psicofonía del pasado y sus fantasmas. El futuro hacia el que cruzar por dentro de las palabras a la altura de lo que sobrevivimos y somos. No hay otra que me sirva de idioma para entender mi propia historia. También la de los otros entre los mismos vértigos y ficciones. Una poesía sin lenguaje de morfina con mundos flotantes. Al contrario, disfruto la que me adentra en la búsqueda del hechizo culto, y me emociona la que construye microrrelatos de las huellas y los recuerdos. La que me descubre mirándome desde el poema, como me ha sucedido esta semana con los versos recién estrenados de Juan Manuel Villalba y de José Antonio Mesa Toré.

El uruguayo Eduardo Espina dice, y estoy de acuerdo, que un poema no es un horóscopo en el que leer el presente y donde se nos garantiza un futuro. No se trata de eso. La poesía es la respuesta donde sucede todo lo que interroga una pregunta, y a veces nos conduce a un secreto que no sabíamos. Esa es de la que soy lector adicto y camarada cómplice. La que celebro levantando en alto las copas de vino gran reserva de madera y fruta: Linterna de Juan Manuel Villalba, Exceso de buen tiempo de José Antonio Mesa Toré. Cabernet Sauvignon y pinot noir el primero; el segundo garnacha, moscatel romano y merloc. Dos botellas con denominación de origen que comparten todo lo dicho, y el tiempo de fondo y silencio de una bodega, necesario para el complejo proceso de la alquimia de la piel y del jugo. Sin luz, sin cambios de temperatura. En blanco la página de la espera en la que primero será una gota y luego otra, la posibilidad real de su espíritu, su profundidad en aroma y matices. Linterna contundente y con notas de almendras, cerezas negras y vainilla. Y Exceso de buen tiempo elegante y de sensaciones carnosas con toques de avellanas, especias y tabaco. Dos perfectos ejemplos de un libro de familia con raíces de flamenco. El fandango melancólico de uno, y del otro la triste seguiriya. Veinte años casi preguntándose José Antonio Mesa Toré «¿dónde puse esta vez la vida?, ¿en qué momento se me fue de las manos?, ¿la perdí de vista, se escapó, me la quitaron?» No se olvida la poesía ni cómo nos ilumina su trazo pero a veces abandona ella a sus amantes, después de una primavera nórdica, de una travesía litoral en barco celebrando a Cernuda, a Prados y a Gil de Biedma; en fiesta y mesa de derrota en compañía de traductoras de sirenas, argonautas de la vanguardia y contadores de historias. Se va sin hacer ruido, dejando entre las sábanas de otros libros el perfume de sus labios, su mirada desnuda en el espejo, el futuro de una cita que llamará a cobro revertido cuando menos se la espera. Veinte años casi de trabajo entre los poemas de los amigos, los premios a favor de aquella que lo abandonó, mientras la vida le sucedía. La escritura o el corazón -siempre por en medio el destino- enamorándose de un ángel de sonrisa rubia, de la guarda y de cabina; construyendo de la nieve un nido y de todas las aventuras la más hermosa: ir llenando de buen tiempo la copa de amor a una hija. Exige también su tiempo exclusivo la arcilla de los sentimientos, sus plenilunios y su salitre, el ámbar en el vientre de una piedra, la felicidad y sus naufragios.

La autobiografía en la cubeta de un mar chico, en incendios que se emborrachan de rojo y de noche, en haikus de «un día de sol en el que siempre llueve». El álbum de Mesa Toré desde el filo inquieto de las palabras asomando a los dedos, sin saber si encontrarán de nuevo una voz incómoda sobre la página, o un vértigo ligero y la fiebre de enhebrarse con cautela y en oleaje al final de un poema. Y luego otro, y otro, hasta romper tan largo invierno en un libro donde la vida del poeta nos refleja y nos acomoda. En brindis el color de ese vino que nos turba la boca, que en la memoria nos ilumina nuestros propios secretos, y entre sus manos y las nuestras es un albatros saliendo de la niebla. Se agradecen su persistencia y su cuerpo, su bouquet de vida entre el paladar y los labios.

En el fondo, nunca dejan de dolor las cicatrices. Uno las mira, acaricia su rastro en la piel dormido y de nuevo siente abierta la herida desahuciada. Lo explica real y hondo Juan Manuel Villalba en esa Linterna destilada -también entre la sequía y la lluvia del instinto hacia la mano-, en duelo la madre del vino que exigió oscuridad y fermento, el necesario sigilo que transforma el vinagre en néctar egeo.

“Acerquemos los recuerdos dolorosos para encerrarlos mudos en una caja” nos cuenta el poeta que en sus versos vuelve la mirada y se ve “sentado y quieto, pasmado como un pájaro/ que alguien sin esperanza olvidó entre las literas/ de un viejo submarino abandonado”. Hay que beber despacio los sorbos de sus poemas, sentir en su gusto la confesión de su poso, lo amargo del destino que pone a prueba la capacidad de comprender la hondura del dolor, los significados del vacío, la intimidad cabizbaja, la orfandad del afecto.

Nos desciende Villalba a los sótanos de su bodega, en barrica el corazón y sus tragedias, orlando de luz lo que se oculta tapiado en la penumbra turbia de la memoria, los recuerdos descompuestos que exigen el coraje de atreverse a ver lo que se evita. Y desde ese abismo nos cuenta y se libera -toda la transparencia de la copa llenándose de rojo intenso- de un pasado domado a través del tiempo y de la poesía. Por fin entra el sol en la cocina del desayuno, desempolvando de telaraña espesa la ternura de un padre asustado; la galleta de una madre ahogándose en la leche de un vaso al borde de la mesa. El secreto de una habitación desde la que tomar impulso hacia una ventana abierta en derrumbe. No hay más alas en el salto que las que crea la escritura abriendo al poeta, sombra desventrada y en la mano la poesía es su linterna. «Si quieres ser palabra, no oigas, enmudece. / Deja la pirotecnia para la infantería. / Y ahora, con las manos vacías y con frío, / atrévete a sentarte y cuenta la verdad». Qué hermoso saber de nosotros a través de estos dos yoes serenos y su catártica exteriorización de la vulnerabilidad de la vida tejida de instantes y de crisis, de las muertes que viven siempre a nuestro lado, de la evocación purgativa, de lo que se no se dice y se intuye, del amor y la identidad equilibristas. De la luz que abre un cauce en la escritura como conciencia agridulce donde celebrar la paz con su biografía, y con la nuestra. Después de todo con los dos comparto afecto y un pasado en otras vidas a bordo de barras nocturnas de literatura, deseo y Billie Holiday como la amaderada del Paradiso; la del Dead Rabit de Nueva York y sus 72 cócteles; la del Cantor de Jazz con mucho humo y hasta las cuatro.

Hay libros que en un tren se abandonan. Los hay que se guardan como mascarones de proa en la biblioteca. Y están -como estos dos descorchados por Jiménez Millán sumiller- los que se escancian para invitar al corazón a solas. Buen regalo también para los que desconocen la buena costumbre de hablarse desde un poema, con el que están citados.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es