Lo mejor que he leído sobre esa ciudad santa para tres religiones es Jerusalem, el libro de Simon Sebag Montefiore, que pasa revista de forma amena a cinco mil años de atormentada historia de un lugar donde nunca ha habido verdadera convivencia y donde el poderoso de turno siempre ha machacado al vencido. Filisteos, judíos, cristianos, musulmanes, turcos, palestinos... y otros antes han sufrido en uno u otro momento las iras de la potencia dominante. He estado allí muchas veces y de alguna forma siempre somatizo la tensión ambiental de un lugar donde desde hace siglos hay demasiadas oraciones apelmazadas en el aire, como bien ha dicho Amos Oz. Y demasiada intransigencia pues ya se sabe que los monoteísmos afirman estar en posesión de la verdad absoluta y descalifican la del rival, algo que no ocurría cuando los politeístas dominaban la tierra y eran más tolerantes. A fin de cuentas, ¿qué más daba añadir otra deidad a un panteón ya nutrido? Gore Vidal lo describió muy bien en su precioso libro sobre Juliano el Apóstata.

Para los cristianos Jerusalén es la tierra santa donde Jesús sufrió martirio, fue enterrado y resucitó al tercer día. Para los judíos es la sede de sus dos templos destruidos por Nabuconososor y por Tito, cuyos restos, el Muro de las Lamentaciones, es su lugar más sagrado. Y es también una ciudad santa para los musulmanes, después de La Meca y Medina. Allí están la mezquita de Al Aqsa y la maravillosa Cúpula de la Roca, desde donde Mahoma subió a los cielos a lomos de al Buraq (al parecer esa roca es la misma sobre la que Abraham sacrificaba a Jacob cuando Yaveh se le apareció en forma de zarza ardiente). Y esto son cosas que unos y otros creen firmemente y por eso no es fácil encontrar una solución racional. Esa es la razón por la que se había decidido mantener la ciudad de Jerusalén como algo distinto, un corpus separatum que tuviera un tratamiento jurídico propio y donde se garantizara el libre acceso de los creyentes de las tres religiones. Lo que pasa es que tras la guerra de 1948, el armisticio de 1949 dejó la parte oriental en manos árabes y la occidental en manos judías. Hasta que Israel se apoderó también del sector oriental tras la Guerra de los Seis Días y en 1980 lo anexionó formalmente declarando que Jerusalén es la capital eterna e indivisible del Estado de Israel, algo que nadie más aceptó en el mundo y por eso todas las embajadas están hoy en Tel Aviv y no en Jerusalén.

Hasta que ha llegado Donald Trump, que ha dado la vuelta a la política seguida por los EEUU durante los últimos setenta años y ha anunciado que va a trasladar su embajada a Jerusalén como prometió durante la campaña electoral y como el Congreso desea desde 1995, sin que los sucesivos presidentes americanos se dieran por aludidos. Hasta ahora. La decisión de Trump, que no cuenta con el entusiasmo ni de sus diplomáticos ni de sus militares, satisfará sin duda a esa base cristiano evangelista conservadora que le vota y será aplaudida por los influyentes lobbies judíos del país. Pero puede retrasarse bastante en el tiempo, entre otras razones porque habrá que construir un edificio que la albergue.

Mientras, los problemas se van a multiplicar:

1.- Porque en un contexto tan volátil, el primer mandamiento debe ser no hacer daño y no complicar más las cosas.

2.- Porque, si quedaban dudas, Washington ya no podrá ser visto como un honesto mediador entre israelíes y palestinos.

3.- Porque aísla a los EEUU como único país en el mundo que reconoce la anexión israelí. Y eso dificulta su relación con países árabes que necesita para su política en Oriente Medio.

4.- Porque pone en cuestión la solución de dos estados que propugna la comunidad internacional (aunque Trump diga que la aceptaría si ambas partes la desean).

5 - Porque devuelve a la primera fila de la atención mundial el conflicto israelo-palestino, que había pasado a un segundo plano tras la aparición del Estado Islámico y de la pugna entre chiítas y sunnitas (Irán y Arabia Saudita).

6.- Porque radicalizará aún más al gobierno de Netanyahu, el más conservador de la historia de Israel, que no tendrá ningún aliciente para devolver los territorios palestinos que ocupa y que los más religiosos/ nacionalistas llaman Judea y Samaria.

7.- Porque dificultará el acercamiento que se estaba produciendo entre Fatah y Hamas, salvo que lo hagan sobre un programa de mayor radicalización mutua. Así pues, todos se radicalizarán, tanto israelíes como palestinos. Y eso no ayuda.

8.- Porque, de igual forma, el presidente palestino Abbas también tendrá que endurecer su postura. Ya ha dicho que Trump premia a Israel por «desafiar las resoluciones internacionales» y le anima a «continuar su política de ocupación, colonización, apartheid y limpieza étnica». Duro lenguaje.

9.- Porque el mundo árabe (Liga Árabe) y musulmán (la Conferencia Islámica) no pueden dejar pasar lo que consideran una provocación, como ya han señalado aliados tradicionales de los EE UU como Arabia Saudita y Turquía.

10.- Porque la frustración árabe/palestina se traducirá previsiblemente en disturbios, en terrorismo y en amenazas contra intereses occidentales.

11.- Y porque si este conflicto no encuentra solución quedará gravemente comprometido el carácter o judío o democrático del Estado de Israel y eso debilitará a largo plazo el vínculo cultural y de valores compartidos que le une con Occidente.

Por todo eso y porque no hacía falta, creo que Trump se ha vuelto a equivocar.

*Jorge Dezcállar es diplomático